A un amigo le ha sorprendido mi afirmación, hecha el otro día en
uno de estos posts, de que la película que más veces he visto en mi vida, con
diferencia, es “Cantando bajo la lluvia”. «Te tenía por persona seria», me ha
dicho. Lo que, lamentablemente, es verdad. Soy una persona seria. Y sin
embargo, el dato está ahí, y sigue siendo cierto.
Puedo dar una explicación. No una excusa, la preferencia por una
película no necesita excusas. Sólo una explicación: ese portentoso musical de
los años dorados de Hollywood ocupó un lugar muy especial en mi accidentado
proceso de educación sentimental.
Ocurrió así. El prefecto de los mayores del colegio de Hermanos
de la Doctrina
Cristiana en el que estudié, el hermano Luis, unánimemente conocido
por el alumnado como el Perifollo, era un hombre de inquietudes culturales. En
calidad de tal, llevó adelante en el año 1958 la innovadora iniciativa de dar
una sesión de cine-fórum a los cursos de cuarto a sexto de bachillerato, los
sábados por la mañana; es decir, justo antes del peligroso hiato que suponían
para nuestra salud espiritual los domingos en la vorágine de la gran ciudad.
Cine-fórum no significaba en este caso coloquio, porque ningún
religioso sensato podía tener paciencia bastante para responder desde una mesa
a las bobadas insulsas que se nos ocurrirían a unos gaznápiros como nosotros.
Pero el mismo Perifollo se encargaba de presentar la película y de cerrar la
proyección con un comentario final adecuadamente moralizante.
La cosa fue bien (desde su punto de vista, no tanto desde el
nuestro) hasta que entró en el turno de géneros la comedia musical, y la casa
que alquilaba los rollos de celuloide le envió “Cantando bajo la lluvia”. El
Perifollo quedó abrumado al efectuar en solitario el visionado previo, bloc de
notas y bolígrafo en ristre para apuntar los comentarios que haría al día
siguiente. Pero ya no había opción; no estaba a tiempo para cambiar la película
y pasarnos “La canción de Bernadette” o “La familia Trapp”, por ejemplo.
«En esta casa – nos explicó el sábado a las filas de escolares
que llenábamos el salón de actos delante de la pantalla en blanco – no solemos
recurrir a la censura. Aviso a todos que en esta ocasión sí lo hemos hecho.
Tenemos una mentalidad liberal y, como vais a ver, somos capaces de transigir
con el desnudo cuando es soporte de un contenido artístico. Pero cuando sólo es
vehículo para una nauseabunda pornografía, nos vemos obligados a decir con
firmeza: basta, hasta aquí hemos llegado.»
Ni entendimos lo que quería decir, ni nos aclaramos demasiado
después de la hora escasa de proyección que siguió. Nos dimos cuenta, eso sí,
de que al hablar de “desnudos” se refería simplemente a piernas femeninas
desnudas, algo que ya veíamos sin alborotar por ello en la playa o en la
piscina, los meses de verano. En cuanto a “pornografía”, era una palabra a
retener en la memoria para buscarla más tarde en el diccionario. Las escenas de
la película que vimos se sucedían sin pies ni cabeza, eran pura agitación sin
sentido de un escenario a otro, y en medio había una escena magnífica de baile
bajo chorros de lluvia con un paraguas. Pero detrás, en el metraje suprimido,
intuí que tenía que haber “algo” que valía la pena averiguar. A mis trece años
yo tenía una noción del pecado muy confusa. Sabía que estaba relacionado con
las mujeres, pero ignoraba por completo el “cómo” y casi todo del “por qué”. Y
ahora me llegaba de pronto una pista segura de dónde buscar, de la boca misma
de un experto en el tema. De modo que cuando en un cine del barrio pusieron
“Cantando bajo la lluvia”, pedí permiso a mis padres para ir. Y mis padres me
lo concedieron: era una película tolerada para menores.
La proyección puso las cosas en su sitio. Ahora las escenas
encajaban unas con otras, y los números desaparecidos de baile hacían avanzar
el argumento de una forma comprensible y además ingeniosa. Me divertí
recuperando el hilo de las imágenes maltratadas de las que había sido
espectador unas semanas antes.
Y de pronto, ya hacia el final de la película, durante una
secuencia de danza en la que un novato llegaba a Hollywood decidido a bailar,
apareció una pierna larguísima e insoportablemente torneada, extendida a lo
largo de la pantalla y sosteniendo en la punta del zapato el sombrero del bailarín
novato. Detrás de aquella pierna alucinante estaban una boquilla igualmente
eterna y una mujer bella y enigmática: Cyd Charisse.
Asistí al resto del ballet en trance, convencido de haber
identificado por fin la fuente de la “pornografía” del Perifollo. Sentí un
respeto nuevo por él. No nos había timado cuatro escenas de mierda sólo por el
placer sádico de humillarnos. Tenía sus razones. Podía ser un cura y un
rastrero, pero había que reconocer que los tenía bien puestos. Y gracias a su
indicación de experto, yo había podido avanzar por fin algo en mi conocimiento
del pecado. Seguía a oscuras en relación al “cómo”, pero tenía ya un principio
de idea básica sobre el “por qué”. Y puesto a hacer balance en mi desordenada
almita, llegué a la convicción de que el pecado me gustaba. Mucho.