viernes, 4 de abril de 2014

DEFENSA (MATIZADA) DEL PARTIDO POLÍTICO



A Javier Aristu, que mantiene en este punto un desacuerdo profundo conmigo, dedico este pequeño ensayo sin esperanza de convencerlo.

Creo que fue Clemenceau quien afirmó que la democracia es el peor sistema político que ha existido nunca, con excepción de todos los demás. De manera análoga me parece a mí que el partido político puede estar podrido hasta el tuétano de lacras, miserias, corruptelas y ventajismos, pero su función de herramienta para una democracia plena sigue siendo insustituible.

El tejido social se estructura en dos direcciones formando una especie de entramado. Unos hilos corren en el sentido que podríamos llamar horizontal, o con mayor propiedad estamental: son las capas sociales, ordenadas a partir del trabajo que desempeñan sus componentes: agricultores, albañiles, fontaneros, periodistas, militares, ejecutivos, jueces, comerciantes, artistas, etc. Luego, en un sentido transversal al anterior recorren la masa social otros hilos, los que expresan la conciencia unitaria de sí misma de esa sociedad, sus valores, sus jerarquías. Esos hilos transversales son – o quizá, mejor, deberían ser – los partidos políticos. El cometido de los partidos es expresar unas ideas, valores y proyectos que pretenden infundir y compartir en la comunidad. Como la sociedad es plural, se hace necesaria una pluralidad de partidos y su confrontación permanente en la arena política para determinar qué proyectos y qué valores son los preferidos por la mayoría de los ciudadanos en cada momento.

Si falta la trama transversal de los partidos, la urdimbre estamental de la sociedad se deshilacha y se descompone. Cada cual tira para su lado. El partido político, el sistema de partidos, tiene un sentido vertebrador de las diversidades existentes en la sociedad. Por esa razón, lejos de unirme a voces como la de sor Forcades, que critican la inutilidad de los partidos y defienden su desaparición, me apunto sin dudarlo a la tesis de la restauración de su función primigenia. En fontanería, cuando una cañería se obtura el remedio es desatascarla, nunca eliminarla.

Cuando en 1973 ingresé en el único partido en el que he militado a lo largo de mi vida política, el PSUC era aún clandestino pero estaba ya en trance de emerger a la superficie. Uno de las primeros deberes que se me impusieron fue la asistencia a un cursillo organizado por el mismísimo comité central para “dirigentes de masas” (yo participaba en las comisiones obreras, movimiento sindical sociopolítico como entonces se decía, clandestino también pero menos incluso que el propio PSUC). El cursillo tuvo lugar en un local comercial del barrio del Carmelo de Barcelona. Íbamos allí una veintena de personas una vez a la semana, después del cierre de las oficinas. Las medidas de seguridad eran estrictas; entrábamos y salíamos solos o por parejas, con algunos minutos de intervalo entre unos y otros. Alguien nos abría el local vacío, y sentados en el suelo tomábamos apuntes interminables sobre el tema que desarrollaba el conferenciante de turno: economía, historia, derecho, política, programa del partido. Yo había pasado por la universidad franquista, de modo que la mecánica de las clases me resultaba más familiar que a otros; en cambio las materias impartidas me resultaron doblemente novedosas. Carecía para ellas de cualquier punto previo de referencia; eran otro mundo y otra forma de percibir la realidad. Ingresé en el partido como en una patria.

Luego las cosas variaron, sobre todo desde el momento en que pasé a formar parte de la dirección. Hubo sus más y sus menos, y uno nunca estaba muy seguro de lo que se iba a encontrar al doblar la esquina siguiente. Recibí puñaladas traperas y también asesté más de una; no fui ningún santo, y en nuestro código de conducta no estaba el poner la otra mejilla. Pero creo que mantuve al paso de los años un patriotismo de partido sincero. Más, en cualquier caso, que respecto de cualquier otro patriotismo.

El PSUC tenía por entonces a orgullo ser un partido-escuela. En ese sentido se aproximaba – quería aproximarse – al PCI togliattiano. Rossana Rossanda ha escrito páginas muy bellas sobre el aprendizaje de la política a través de las lecturas y los debates abiertos y libres realizados en el interior de la propia estructura del partido. Éste difundía por ese método y hacia su entorno una ambición globalizadora que se plasmaba en una visión del mundo y en una filosofía de la praxis: la realidad aparecía explícita y comprensible mediante los instrumentos de una teoría, de una historia y de una tradición que acomunaban y hermanaban a todos los militantes.

El partido político tenía, así, una función esencial para la democracia, y sin embargo él mismo no era democrático. El principio del “centralismo democrático” tenía mucho de lo primero y poco de lo segundo; era, simplemente, un plus a favor de la dirección cuando surgían contradicciones y desacuerdos. Se funcionaba a golpe de consignas casi siempre, y en los debates el encargado de las conclusiones las llevaba muchas veces escritas ya antes de empezar la reunión.

En cualquier caso, hoy ese tipo de partido es una especie extinguida en la biosfera. En la época de los grandes partidos de masas (en España, en mi opinión, nunca llegó a haberlos, la salida de los partidos democráticos a la superficie fue demasiado tardía, y la primera crisis económica se nos echó encima de inmediato), éstos mantenían una relación directa, material, “corpórea”, con sus partidarios. Esa relación era en buena medida “taylorista”, es decir que se basaba en las directrices emanadas de una elite que fluían de arriba abajo, y en la respuesta coordinada y disciplinada de la gran masa social. Algo imposible e inservible hoy en día, en el nuevo paradigma productivo, económico y vital. Se trata, entonces, no de recuperar el viejo instrumento, sino de restablecer la función que cumplía a través de nuevos recursos.

Me parece evidente que la función del partido político debe ser hoy más limitada que entonces, pero menos de lo que lo está siendo. No podemos quedarnos en un funcionamiento del partido político reducido a plataforma electoral, pendiente de las encuestas de opinión y atento a no perder pie en el reparto del pastel institucional. Se dan en el momento actual, en los partidos de izquierda, tentativas de establecer nuevos mecanismos de decisión democráticos, que me parecen estimables pero insuficientes. Las primarias como método para la confección de las listas electorales, o la cláusula de reprobación, son ideas buenas, pero aún inscritas en el terreno limitado de la política institucional. Veo necesario sobre todo que el universo de la política (esta es una idea ya expresada en una reflexión mía reciente) vuelva a la sociedad, al suelo en el que necesariamente arraiga. Con su autonomía propia, con su función transversal de cohesión social, con el faro de un proyecto común capaz de iluminar el camino. Debe volver a la sociedad, y hacerlo sin pisar el terreno de los movimientos y de los sindicatos, sino coordinándose con ellos.

El “nuevo” partido político de la izquierda debería constituirse como un centro de elaboración programática, como ocurrió en otro tiempo, y en cambio habrá de buscar nuevos canales para sus iniciativas, y nuevas formas más abiertas y flexibles de participación democrática, su gran déficit de siempre. El problema esencial será la relación que se establezca entre el partido político y la red heterogénea del asociacionismo democrático y de las representaciones sociales. En esa red se expresa hoy de forma clara una exigencia política que se dirige a los partidos y los interroga, pero al mismo tiempo rechaza ser canalizada dentro de los partidos porque responde a una autonomía propia que exige ser respetada.

Me parece importante trabajar sin prejuicios ni vetos con el fin de llegar a acuerdos para construir unas condiciones sociales que permitan superar lo que Riccardo Terzi ha llamado el “exclusivismo oligárquico del sistema político”, y su aislamiento de la sociedad. El tema crucial entonces no es quién manda aquí, sino cómo se organiza colectivamente la vida democrática.