A Javier Aristu, que mantiene en este punto un desacuerdo
profundo conmigo, dedico este pequeño ensayo sin esperanza de convencerlo.
Creo que fue Clemenceau quien afirmó que la democracia es el
peor sistema político que ha existido nunca, con excepción de todos los demás.
De manera análoga me parece a mí que el partido político puede estar podrido
hasta el tuétano de lacras, miserias, corruptelas y ventajismos, pero su
función de herramienta para una democracia plena sigue siendo insustituible.
El tejido social se estructura en dos direcciones formando una
especie de entramado. Unos hilos corren en el sentido que podríamos llamar
horizontal, o con mayor propiedad estamental: son las capas sociales, ordenadas
a partir del trabajo que desempeñan sus componentes: agricultores, albañiles,
fontaneros, periodistas, militares, ejecutivos, jueces, comerciantes, artistas,
etc. Luego, en un sentido transversal al anterior recorren la masa social otros
hilos, los que expresan la conciencia unitaria de sí misma de esa sociedad, sus
valores, sus jerarquías. Esos hilos transversales son – o quizá, mejor,
deberían ser – los partidos políticos. El cometido de los partidos es expresar
unas ideas, valores y proyectos que pretenden infundir y compartir en la
comunidad. Como la sociedad es plural, se hace necesaria una pluralidad de
partidos y su confrontación permanente en la arena política para determinar qué
proyectos y qué valores son los preferidos por la mayoría de los ciudadanos en
cada momento.
Si falta la trama transversal de los partidos, la urdimbre
estamental de la sociedad se deshilacha y se descompone. Cada cual tira para su
lado. El partido político, el sistema de partidos, tiene un sentido vertebrador
de las diversidades existentes en la sociedad. Por esa razón, lejos de unirme a
voces como la de sor Forcades, que critican la inutilidad de los partidos y
defienden su desaparición, me apunto sin dudarlo a la tesis de la restauración
de su función primigenia. En fontanería, cuando una cañería se obtura el
remedio es desatascarla, nunca eliminarla.
Cuando en 1973 ingresé en el único partido en el que he militado
a lo largo de mi vida política, el PSUC era aún clandestino pero estaba ya en
trance de emerger a la superficie. Uno de las primeros deberes que se me
impusieron fue la asistencia a un cursillo organizado por el mismísimo comité
central para “dirigentes de masas” (yo participaba en las comisiones obreras,
movimiento sindical sociopolítico como entonces se decía, clandestino también
pero menos incluso que el propio PSUC). El cursillo tuvo lugar en un local
comercial del barrio del Carmelo de Barcelona. Íbamos allí una veintena de
personas una vez a la semana, después del cierre de las oficinas. Las medidas
de seguridad eran estrictas; entrábamos y salíamos solos o por parejas, con
algunos minutos de intervalo entre unos y otros. Alguien nos abría el local
vacío, y sentados en el suelo tomábamos apuntes interminables sobre el tema que
desarrollaba el conferenciante de turno: economía, historia, derecho, política,
programa del partido. Yo había pasado por la universidad franquista, de modo
que la mecánica de las clases me resultaba más familiar que a otros; en cambio
las materias impartidas me resultaron doblemente novedosas. Carecía para ellas
de cualquier punto previo de referencia; eran otro mundo y otra forma de
percibir la realidad. Ingresé en el partido como en una patria.
Luego las cosas variaron, sobre todo desde el momento en que
pasé a formar parte de la dirección. Hubo sus más y sus menos, y uno nunca
estaba muy seguro de lo que se iba a encontrar al doblar la esquina siguiente.
Recibí puñaladas traperas y también asesté más de una; no fui ningún santo, y
en nuestro código de conducta no estaba el poner la otra mejilla. Pero creo que
mantuve al paso de los años un patriotismo de partido sincero. Más, en
cualquier caso, que respecto de cualquier otro patriotismo.
El PSUC tenía por entonces a orgullo ser un partido-escuela. En
ese sentido se aproximaba – quería aproximarse – al PCI togliattiano. Rossana
Rossanda ha escrito páginas muy bellas sobre el aprendizaje de la política a
través de las lecturas y los debates abiertos y libres realizados en el
interior de la propia estructura del partido. Éste difundía por ese método y
hacia su entorno una ambición globalizadora que se plasmaba en una visión del
mundo y en una filosofía de la praxis: la realidad aparecía explícita y
comprensible mediante los instrumentos de una teoría, de una historia y de una
tradición que acomunaban y hermanaban a todos los militantes.
El partido político tenía, así, una función esencial para la
democracia, y sin embargo él mismo no era democrático. El principio del
“centralismo democrático” tenía mucho de lo primero y poco de lo segundo; era,
simplemente, un plus a favor de la dirección cuando surgían contradicciones y
desacuerdos. Se funcionaba a golpe de consignas casi siempre, y en los debates
el encargado de las conclusiones las llevaba muchas veces escritas ya antes de
empezar la reunión.
En cualquier caso, hoy ese tipo de partido es una especie
extinguida en la biosfera. En la época de los grandes partidos de masas (en
España, en mi opinión, nunca llegó a haberlos, la salida de los partidos
democráticos a la superficie fue demasiado tardía, y la primera crisis
económica se nos echó encima de inmediato), éstos mantenían una relación
directa, material, “corpórea”, con sus partidarios. Esa relación era en buena
medida “taylorista”, es decir que se basaba en las directrices emanadas de una
elite que fluían de arriba abajo, y en la respuesta coordinada y disciplinada
de la gran masa social. Algo imposible e inservible hoy en día, en el nuevo
paradigma productivo, económico y vital. Se trata, entonces, no de recuperar el
viejo instrumento, sino de restablecer la función que cumplía a través de
nuevos recursos.
Me parece evidente que la función del partido político debe ser
hoy más limitada que entonces, pero menos de lo que lo está siendo. No podemos
quedarnos en un funcionamiento del partido político reducido a plataforma
electoral, pendiente de las encuestas de opinión y atento a no perder pie en el
reparto del pastel institucional. Se dan en el momento actual, en los partidos
de izquierda, tentativas de establecer nuevos mecanismos de decisión
democráticos, que me parecen estimables pero insuficientes. Las primarias como
método para la confección de las listas electorales, o la cláusula de
reprobación, son ideas buenas, pero aún inscritas en el terreno limitado de la
política institucional. Veo necesario sobre todo que el universo de la política
(esta es una idea ya expresada en una reflexión mía reciente) vuelva a la
sociedad, al suelo en el que necesariamente arraiga. Con su autonomía propia,
con su función transversal de cohesión social, con el faro de un proyecto común
capaz de iluminar el camino. Debe volver a la sociedad, y hacerlo sin pisar el
terreno de los movimientos y de los sindicatos, sino coordinándose con ellos.
El “nuevo” partido político de la izquierda debería constituirse
como un centro de elaboración programática, como ocurrió en otro tiempo, y en
cambio habrá de buscar nuevos canales para sus iniciativas, y nuevas formas más
abiertas y flexibles de participación democrática, su gran déficit de siempre.
El problema esencial será la relación que se establezca entre el partido
político y la red heterogénea del asociacionismo democrático y de las
representaciones sociales. En esa red se expresa hoy de forma clara una
exigencia política que se dirige a los partidos y los interroga, pero al mismo
tiempo rechaza ser canalizada dentro de los partidos porque responde a una
autonomía propia que exige ser respetada.
Me parece importante trabajar sin prejuicios ni vetos con el fin
de llegar a acuerdos para construir unas condiciones sociales que permitan
superar lo que Riccardo Terzi ha llamado el “exclusivismo oligárquico del
sistema político”, y su aislamiento de la sociedad. El tema crucial entonces no
es quién manda aquí, sino cómo se organiza colectivamente la vida democrática.