miércoles, 5 de noviembre de 2014

CADORNISMO

El general Luigi Cadorna fue el jefe de Estado mayor del ejército italiano durante la Gran Guerra. Brillante estratega – en opinión de algunos historiadores militares –, dirigió las operaciones en el frente del Isonzo. En el verano de 1916, su ofensiva masiva en torno a Gorizia dejó como balance una ínfima ganancia territorial a cambio de una cifra aterradora de bajas por fuego enemigo y por enfermedades debidas a la insalubridad, la desnutrición y otras circunstancias. El nombre de aquella campaña ha quedado fijado para la posteridad en una canción inolvidable: O Gorizia tu sei maledetta. Al año siguiente, en octubre de 1917, Cadorna recibió informes imprecisos de inteligencia sobre una ofensiva inminente del ejército austrohúngaro reforzado por contingentes alemanes. Estudió su posición en los mapas, revisó los tratados de estrategia más prestigiosos, y decidió que aquella ofensiva no podía tener éxito. En la batalla de Caporetto el ejército italiano sufrió 40.000 bajas entre muertos y heridos, y el enemigo hizo prisioneros a más de 280.000 hombres y capturó 3.150 piezas de artillería. Se perdió toda la región del Friul. Muchos pueblos en torno al Isonzo nunca fueron recuperados; Caporetto se llama hoy Kobarid y forma parte de Eslovenia.

En los Cuadernos de la cárcel, Antonio Gramsci dio el nombre de cadornistas políticos a los burócratas de la estrategia que planifican sobre hipótesis “lógicas” y desestiman los obstáculos reales que se oponen a sus iniciativas. Es difícil, afirmó, extirpar de los dirigentes el cadornismo, «es decir, la persuasión de que una cosa se hará porque el dirigente considera justo y razonable que se haga.» Y si a fin de cuentas la cosa en cuestión no se hace, la culpa recaerá en aquellos que “habrían debido…”, etc. De hecho, después del desastre de Caporetto Cadorna culpó de lo ocurrido a una pretendida huelga de brazos caídos de los soldados italianos, en su mayoría campesinos procedentes de levas forzosas, que habrían sido inficionados por “quimeras pacifistas” propagadas en los regimientos por activistas anarquistas y comunistas. La baja moral de la tropa después de muchos meses de guerra de desgaste, la desnutrición debida a la escasez de las raciones, la brutalidad de los mandos hacia quienes eran considerados como mera carne de cañón, no pesaron en la balanza del juicio. Los jefes se sintieron satisfechos de sus propios desatinos e hicieron recaer la culpa en los soldados-masa que no habían sabido cumplir con precisión las órdenes recibidas.

Se expresa en esa actitud toda una concepción vieja y errónea del mando, según la cual, a los dirigentes les corresponde “decidir” en abstracto, y a los dirigidos “ejecutar” en lo concreto. Como si hubiese una correlación estrecha entre, digamos (es tan sólo un ejemplo entre muchos posibles), la idea abstracta de la independencia de los pueblos y el itinerario real, sembrado de obstáculos, que puede conducir, o no, a un pueblo concreto hacia esa independencia. Karl Marx, impaciente con los brujuleos de algunos cadornistas del movimiento obrero de su época, los llamó «alquimistas de la revolución».

Los alquimistas de cualquier especie son vendedores de humo peligrosos. Peligrosos porque, como argumentaba Gramsci en relación con Cadorna, «juegan fuerte con la piel de otros». Si la cosa finalmente sale mal, se encogen de hombros y piensan: en fin, otra vez será. Sin considerar el desperdicio de fe y los sacrificios inútiles que han provocado.