Un extraño furor por la regeneración democrática ha empezado a
movilizar tanto al PSOE como al PP (por orden cronológico de aparición) contra
la corrupción infiltrada en sus filas. Digo que es extraño ese furor porque la
existencia de corrupciones, corrompimientos y corruptelas era sobradamente
conocida por la ciudadanía y certificada por juzgados y audiencias de diversas
instancias, desde hace lustros. La respuesta rutinaria a tales acusaciones,
desde las alturas de la clase política, ha sido hasta ahora el bonito símil de
la manzana podrida en un cesto de manzanas sanas; la excepción consabida que
confirma la regla.
De pronto ya no es así. Pero nos queda la sospecha de que lo que
ha cambiado no es el nivel de exigencia ética y estética de nuestros prohombres
y nuestras promujeres, sino el hecho de que antes las noticias sobre la
corrupción no tenían un impacto electoral perceptible, y ahora sí que lo
tienen. De pronto el primer partido del país en intención de voto es Podemos,
lo que le permite superar el récord del Cid Campeador antes de que Messi acabe
con el de Zarra: es sabido que Rui Díaz de Vivar ganó batallas después de
muerto, y Podemos empieza a ganarlas antes de nacer.
Sin dirección aún, sin programa, sin candidatos definidos,
Podemos puede presumir de contar con mayor apoyo de la ciudadanía que ninguna
de las opciones asentadas en el arco parlamentario. Su mayor virtud es, hasta
el momento, no estar. La fotografía de esta formación que tiene el elector es
un negativo sin revelar. Y de forma paradójica, es esa condición la que
promueve la adhesión del electorado. La situación ha llegado a un punto tan
extremo que, subvirtiendo el refrán, lo bueno por conocer se prefiere mil veces
antes que lo malo conocido.
Sin estar, Podemos ha superado no ya a toda la oposición, sino
también a un gobierno cuya principal obsesión ha sido, en todo momento,
precisamente la de “estar”, la de figurar. Mariano Rajoy nunca le ha dado mayor
importancia a hacer cosas; es un hombre contemplativo que asegura ver crecer brotes
verdes donde no los ha plantado, y que sólo se moviliza para instalar peones
suyos en lugares estratégicos: en el Consejo de Seguridad de la ONU o en la Comisión europea, por
mencionar los dos últimos. Lo demás le da lo mismo, siempre que el lobo feroz
de los sondeos no interfiera en sus perspectivas de continuidad. Ahora ha
sucedido, y de inmediato el presidente ha dado la orden de limpiar los establos
y blanquear los sepulcros. La tarea puede ser ingente. Tal vez Mariano ha
tardado demasiado en emprenderla y ya no le va a servir de nada. Lo mismo
ocurre con otras decisiones políticas trascendentales que ha ido aplazando con
excusas de mal pagador y que ahora ya puede seguir retrasando indefinidamente
porque un político hundido hasta el cuello en un pantanal de arenas movedizas
carece de toda capacidad de maniobra.
Dice la Ley
de Murphy que todo lo que va mal es susceptible de empeorar. Mariano parece
tener la curiosidad experimental de investigar a fondo cuál es el límite último
de dicho axioma. Quizás espera también batir un récord legendario, el de Rufus
T. Firefly (Groucho Marx) en su mandato como presidente de Libertonia (en Sopa de ganso). Recordemos sus
palabras en el discurso de toma de posesión: «Si ustedes creen que este país
está en crisis, esperen a verlo cuando yo haya acabado con él.»