viernes, 14 de noviembre de 2014

MORAL Y POLÍTICA EN GRAMSCI

Aldo Zanardo

Nota preliminar.- El texto que se ofrece a continuación necesita una presentación y, en cierta medida, una justificación. Se trata de un capitulillo del libro «Gramsci. Le sue idee nel nostro tempo», editado por l’Unità en 1987 para rendir homenaje a Antonio Gramsci en el cincuentenario de su muerte. Ahora que estamos en vena de cincuentenarios en Catalunya (la CONC, o su primer núcleo, se fundó el 20 de noviembre de 1964 en una sala de la parroquia de Sant Medir, en Sants), llevo algún tiempo releyéndolo despacio. La impresión que me produce es la de un doble túnel del tiempo: los artículos se refieren al pensamiento político de un hombre entre los años 1920 y 1935, más o menos; los comentarios fueron escritos en 1987, y yo los leo a finales de 2014, después de tanta agua como ha corrido bajo los puentes a lo largo de todo ese tiempo. Con todo, en mi opinión, sin duda parcial, algunas de las “lecciones de cosas” de que trata el libro mantienen en líneas generales su frescura y su vigencia. Otras, en cambio, no hay modo de encajarlas en los perfiles de la realidad actual. El texto que sigue es quizás el más significado de ese segundo grupo. Ya inspiraba dudas y objeciones en el comentarista del año ochenta y siete y hoy, casi treinta años después, nos aparece marchito y desvaído como aquellas flores que nuestras abuelas prensaban entre las páginas de un libro de poemas de Bécquer; es solo el recuerdo de una forma, un perfume y un color. A pesar de todo, la visita del monumento me parece de algún interés, siquiera sea para coleccionistas.

Tiene la palabra Aldo Zanardo. Era en 1987 docente de filosofía moral en la Universidad de Florencia, y entre sus obras figuran una “Teoría del materialismo histórico” y “Filosofía y socialismo”.

Aldo Zanardo

Hablamos aquí de política en su sentido más específico, tal y como, por lo demás, lo precisó con frecuencia el mismo Gramsci: como una actividad que se explica a partir de la «realidad fáctica» y que retorna para aplicarse de nuevo a esa realidad; como la voluntad coordinada y consciente que se expresa en el quehacer del Estado y de los partidos, es decir, una voluntad colectiva que no se limita ya solo a la defensa de sí misma y tampoco busca únicamente la primacía en la sociedad civil, sino que gobierna o aspira a gobernar. Ahora bien, en medio de las múltiples posibilidades de transformación que tiene ante sí una sociedad, ¿qué debe hacer la política? En la reflexión de Gramsci al respecto, aparecen esencialmente dos niveles.

Está, escribe en 1932-34, la «gran política»: aquella que «abarca las cuestiones relacionadas con la fundación de nuevos Estados, con la lucha para la destrucción, la defensa, la conservación de determinadas estructuras orgánicas económico-sociales.» Y está la «política pequeña»: la política no «creativa» sino de «equilibrio», la «política del día a día».

No es posible practicar solo la gran política: los temas cotidianos de la sociedad interpelan de forma continuada a la política; también los revolucionarios, anota Gramsci en 1919, tienen que saber hacer funcionar los ferrocarriles. Pero sobre todo, la política no puede agotarse en el pequeño quehacer, en una gestión que no se refiera a finalidades «grandes», es decir, las que superan el «empirismo inmediato». El hombre de Estado no debe ceñirse a un «excesivo realismo político», sino tener «perspectivas» amplias; su tarea no es la de «conservar un equilibrio existente», sino crear «nuevas relaciones de fuerza, y para ello no puede dejar de ocuparse del deber ser». Bien entendido, no de un deber ser arbitrario: está obligado a «moverse siempre en el terreno de la realidad fáctica», pero ha de intentar desequilibrarla y reequilibrarla de nuevo en un estadio más avanzado; en una palabra, a «dominarla y superarla».

La reflexión de Gramsci, la de un socialista, no podía sin embargo limitarse a esta tipología relativamente descriptiva sin intentar ir más allá. No podía dejar de plantearse el siguiente interrogante: ¿qué debe hacer una política socialista, de progreso? Sin duda «gran política», es decir política orientada a un deber ser. Pero ¿cuál deber ser? ¿De qué «nuevo Estado»? Una política de progreso no puede manifiestamente identificarse con otra cosa que con las finalidades que se propone. Y estas, en último análisis, deben ser finalidades morales. Ya en 1917 Gramsci observaba: «El socialismo… posee una moral.»

Para Gramsci las finalidades que debe realizar la política, las transformaciones o condiciones que debe crear, han de ser, hegelianamente o marxianamente, no cosas abstractas sino exigencias y posibilidades implícitas en la «realidad fáctica» y en el tipo de economía y de «técnica civil» que es posible edificar a partir de aquella. Este arraigo realista de las finalidades no es, sin embargo, relativismo ni politicismo. Si la política posee un espacio autónomo, también lo tiene la moral: no existe solo el deber ser realista, no existen solo las finalidades que la política realiza; también están las finalidades morales. Son las que atañen a un vivir enteramente humano de los individuos. Y estas finalidades son la frontera última que la política ha de tener siempre en cuenta. Ellas son la retaguardia de la que se aprovisionan las finalidades realistas del frente de la política: Gramsci no podría subrayar con tanta insistencia el papel del Estado y del partido como educadores de los individuos en la disciplina de un «consenso social» o «racional», en los valores colectivos, si no mirase más allá, a las finalidades morales o de humanización plena. Son estas las que luego se convertirán, al ritmo de los cambios de la «realidad fáctica», en finalidades apoyadas más directamente o priorizadas por la política.

Una «realidad fáctica de progreso se concibe a sí misma como ligada a toda la humanidad». Esa realidad «se plantea como tendente… a unificar a toda la humanidad… La política se concibe como un proceso que desembocará en la moral.» Es una tesis que resulta hasta cierto punto discutible, por su inflexión unificadora. Pero, centrándonos en lo esencial, la praxis de una política de progreso no puede desvincularse de las finalidades morales; y es preciso que la política haga avanzar la «realidad fáctica» de modo que tales finalidades puedan llevarse al terreno de finalidades accesibles a muchos y practicables con facilidad. Es preciso que se conviertan en exigencias y posibilidades internas a la «realidad fáctica» finalidades tales como, para emplear algunas formulaciones de Gramsci, la humanidad unificada, la «humanidad pura», la «plenitud de vida y de libertad», la «forma superior y total de civilización moderna», la necesidad para el porvenir, la responsabilidad para la posteridad.

Se critica de Gramsci, creo que con fundamento, su inclinación a concebir la política como actividad casi en esencia volcada a la renovación de la «realidad fáctica». Pero, ¿debemos por ello legitimar una política pequeña o mínima, de mero equilibrio? Desde una visión pluralista de renovación de una sociedad resulta claro, sin embargo, que para esa renovación se necesita una política «grande», una política que busque construir historia, un «Estado nuevo».

Se critica también de Gramsci el hecho de que tiende a situar la frontera de las finalidades morales por detrás de las finalidades políticas. Lo cierto es precisamente lo contrario. Gramsci propugna la necesidad de que el hacer político se apoye con firmeza en finalidades morales. Es cierto que no capta de una forma precisa la tensión, verosímilmente inagotable, entre una realidad ya humanizada y las finalidades morales o de humanización plena. Pero estas se sitúan de forma inequívoca en el centro de su reflexión. Gramsci, en síntesis, apunta en esencia no a politizar el vivir moral, sino a dar universalidad moral al vivir político. De ahí la inactualidad de Gramsci, si atendemos al comportamiento de buena parte de la política y la cultura política de hoy; y en cambio su actualidad extraordinaria, si queremos recuperar y tematizar de la política, no aquello que hace, sino lo que debe hacer.

(Por la traducción, Paco Rodríguez de Lecea