Un texto de Enrico
Moretti, traducido y publicado en su blog por Javier Aristu (1), nos alerta
acerca de una circunstancia relevante: la globalización no está agudizando solo
las desigualdades individuales sino también las territoriales, en el interior
de una superpotencia política y económica como Estados Unidos, que tiene como
se sabe una estructura federal consolidada. Resumido en un telegrama: el dinero
escapa de Ohio y se acumula en California; Detroit se hunde mientras Pasadena
florece.
Si trasladamos el
dato a latitudes más próximas, hay una premisa inquietante que no puede descartarse
de antemano, a saber: que la federalización de España vía reforma constitucional
no sirva para nada a fin de cuentas.
Parece, cuando uno
oye los discursos, que el problema que nos agobia se reduce a Cataluña. Pero
las Cataluñas se repiten a lo largo de todo el Estado de las autonomías. Todas
tienen un encaje deficiente en el conjunto. Tampoco el conjunto visto como tal
aparece como para tirar cohetes. Faltan sinergias en la piel del toro, y falta
sobre todo empatía, solidaridad, sensibilidad colectiva. Escuchaba el otro día
en un programa de radio una especie de encuesta informal: se preguntaba a los
oyentes cuál sería, en su opinión, la última autonomía en independizarse de
España. Unos dijeron que Murcia, otros que Castilla y León. Lo cierto es que
basta la independencia de una de las partes que la integran para que España
entera deje de existir. La última autonomía en hacerlo solo podría ya
independizarse de sí misma. Y lo que quede luego de la primera amputación no será
ya España; será otra cosa.
Bien está, vista desde
ese enfoque, la búsqueda de terceras vías. O cuartas, o quintas. El problema es
dónde se buscan. Una reforma de la actual Constitución parece ineludible; pero
no es una panacea. Resolver problemas estructurales con soluciones
superestructurales es, disculpen el lugar común, hacer un pan como unas
hostias. No es que el resultado repugne a la ortodoxia de los métodos y de los
sistemas, es sencillamente que no alimenta, que nos deja con más hambre que
antes.
Desde diversos
ángulos, la oposición está emplazando todos los días, y a grito bastante
pelado, al gobierno de la nación a hacer política. Sería bueno, en efecto; al
fin y al cabo, es lo que todo el mundo espera que haga un gobierno. Pero de
otro lado sabemos desde hace muchos siglos que la política es un asunto demasiado
importante para dejarlo simplemente en manos de los políticos. A ese saber antiguo
lo llamamos democracia. Dicho de otra manera, es la conciencia de la necesidad
de participación de los ciudadanos comunes, no políticos, en la toma de las
decisiones de la política.
El resultado de un
proceso participativo, sobre todo si tiene un gran volumen y trascendencia, es
siempre incierto. Y a algunos políticos les incomoda extraordinariamente esa
incertidumbre, a la que en cambio los ciudadanos estamos habituados porque planea
sobre todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. Los políticos en cuestión detestan
la funesta manía de pensar. Prefieren las «soluciones únicas», y para defenderlas
recurren a los argumentarios detallados que les proporcionan asesores expertos.
Esa es la rutina de funcionamiento que importa quebrar en una situación como la
actual. Deberíamos buscar salidas, entre todos, sin tener prefijados desde antes
de empezar a discutir los pros y los contras previsibles, las líneas rojas, etc.
En una palabra, sin tener decidido de antemano lo que queremos decidir.
Uf, eso es casi un
triple salto mortal sin red. Pero me parece obligado empezar así. Y el día
después de la decisión, sea esta la que sea, habremos de arremangarnos todos para,
en el nuevo contexto, encontrar soluciones factibles a los problemas comunes.
Porque un gran consenso ciudadano habrá sido, no la solución, sino el punto de
partida imprescindible para poder luego plasmar esa solución entrevista en
hechos concretos.