sábado, 1 de noviembre de 2014

MUTACIÓN Y REINVENCIÓN

Hace algunos días, José Luis López Bulla publicó un texto escueto en la letra pero largo en la reflexión. Lo tituló La sombra de la transición no es tan alargada, y dejó entre paréntesis este aviso a navegantes: borrador para amistades. Mi intención es la misma. Como un borrador deben leerse los siguientes pespuntes añadidos por mi cuenta y riesgo a las hechuras de aquel primer ensayo.

Habla José Luis de tres grandes crisis que confluyen en este momento histórico: crisis económica, crisis de Estado, crisis moral. Primera cuestión: ¿se trata de tres crisis diferenciadas, o de una sola crisis con tres vertientes? Él las describe como diferentes, y así lo creo yo también. Parten de un origen común, pero su lógica interna y su trayectoria no deben confundirse. No procede meterlas a todas en el mismo saco y despachar luego el conjunto como una conspiración universal de los pudientes o, de forma más chusca, como un corolario obligado de los errores cometidos por la izquierda durante la transición española a la democracia.

Una vez sentado que las tres crisis son diferentes, un análisis somero advierte en ellas algo más. Se trata de tres crisis, a) simultáneas, b) interconectadas, y c) no interdependientes.

En la raíz de los tres procesos está la gigantesca mutación en la forma de producir bienes y servicios en las sociedades avanzadas, basada en las potencialidades de las nuevas tecnologías en los terrenos de la producción y de la comunicación. Hemos descrito en muchas ocasiones esa mutación como un cambio de paradigma, una sustitución progresiva del fordismo imperante en los años setenta por un modo de producir distinto, del que cabe reconocer ya algunas características (flexibilidad extrema, versatilidad, rapidez de respuesta a las urgencias productivas, cortoplacismo), pero que en buena medida está aún por definir y por asentarse.

El nuevo paradigma productivo no es perverso en sí mismo; es más, comporta oportunidades inéditas para una filosofía y una pedagogía dirigidas a la emancipación del trabajo subalterno. Así lo anunció en La ciudad del trabajo Bruno Trentin, un sindicalista y pensador riguroso y nada dado a las utopías carentes de base.

Pero los frutos potenciales del nuevo orden productivo y social que ya despunta no nos vendrán a las manos como un maná caído del cielo para aliviar la travesía de ningún desierto: la mutación gigantesca que está en curso en el modo de producir riqueza social y de trabajar exige de los distintos sujetos sociales y políticos cambios drásticos en sus actitudes y en sus comportamientos.

Y aquí se ha producido un desfase importante. El capital transnacional ha sido el más rápido en reaccionar y ha conseguido una ventaja sustancial de salida, mientras que la fuerza de trabajo y sus sindicatos, los partidos políticos que se reclaman del progreso y los aparatos de los Estados-nación no sólo han tardado en reaccionar, sino que en buena medida han optado por no moverse, mantener el tipo y hacerse la ilusión de que nada ha cambiado a su alrededor, de que el mundo nuevo sigue siendo el mismo que era.

La crisis económica que padecemos ha sido generada en última instancia por una innovación profunda en los objetivos y en los métodos puestos en juego por el capital transnacional para incrementar su tasa de beneficio. La especulación exasperada a partir de unas finanzas globalizadas y las posibilidades múltiples que éstas ofrecen para puentear los controles establecidos por los Estados sobre los mecanismos de redistribución de la riqueza, en particular los impuestos, han dado al traste con todos los equilibrios establecidos en la fase anterior. La falta de respuesta y de estrategia de las instituciones del Estado, de los partidos políticos y de las fuerzas sociales ante esta ofensiva masiva del gran capital, ha decantado la batalla social hasta hacerla degenerar en una escabechina.

Los primeros jalones del nuevo paradigma se plantaron en los años ochenta del siglo pasado, y la orgía transnacional se desencadenó en los primeros noventa, cuando los asesores de Harvard entraron a saco en las riquezas acumuladas por una Unión Soviética recién desmantelada y se las repartieron entre un puñado de oligarcas y ellos mismos. Las regulaciones y recomendaciones establecidas después por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional no han hecho otra cosa que acelerar el expolio y extenderlo a todos los continentes. Pasados treinta años, las desigualdades en la distribución de la riqueza global se han multiplicado hasta el extremo de desarbolar todas las verdades admitidas en el mundo tal como lo conocíamos: desde la soberanía de los Estados, pasando por el objetivo compartido de la protección social a los más débiles, hasta el funcionamiento mismo de los mecanismos de la democracia. Todo está en crisis, todo está puesto en cuestión.

El Estado-nación se ha visto arrastrado por las connotaciones de la crisis económica, pero sobre todo en la medida en que ha aceptado sin rechistar el rumbo general de los acontecimientos y ha renunciado a utilizar los recursos y las palancas que tenía en sus manos para corregir la orientación. Soy consciente de que al hablar así estoy generalizando de forma abusiva, porque en este aspecto los Estados han tenido comportamientos bastante diferenciados entre ellos. El nuestro, desde luego, ha dado al mundo entero ejemplo acabado de sumisión ciega a las leyes intangibles de los mercados.

En todo caso, y para proseguir con la generalización, el Estado-nación, acostumbrado a ser la estación término de los flujos económicos, ha asimilado mal el by-pass al que ha sido sometido por el capitalismo financiero. Ya no posee el control absoluto de las importaciones y las exportaciones, carece de autoridad para imponer disciplina y estructura a la economía productiva, y una parte importante de la generación de riqueza se filtra por los intersticios demasiado holgados de su rastrillo tributario. Presiones externas recortan su soberanía en principio ilimitada y le obligan a mantener equilibrados sus presupuestos, de modo que ahora no puede corregir con inyecciones financieras la tendencia adversa de la fase depresiva de un ciclo. Hemos vuelto a la doctrina del laissez faire, laissez passer. No por convicción, sino por impotencia. Demasiados gurus predican que sólo hay un camino posible para la política económica, y ese camino resulta ser el que refuerza y exaspera el enriquecimiento de los ricos.

No es extraño entonces que a la crisis económica y a la crisis del Estado se sume y superponga también una crisis moral, que en España ha alcanzado niveles de asombro. Muchos servidores del Estado han establecido su coto particular de caza en un terreno ambiguo, la zona de sombra fronteriza entre lo público y lo privado. En lugar de tratar de contener la avalancha de un capital depredador carente de escrúpulos, han optado por facilitarle las cosas, ejercer de conseguidores y lucrarse en el proceso.

Las tres crisis están conectadas entre sí pero son diferentes y pueden y deben abordarse por separado. Los tiempos, los ritmos, las estrategias y las alianzas han de ser distintas en cada caso. Pero se puede combatir la corrupción con éxito y encerrar en prisión a los corruptos. Se puede abordar una reforma del Estado, mejorando sus instrumentos de intervención y reforzando las iniciativas autónomas y los lazos de cooperación entre segmentos de una sociedad civil que es también, aunque de otro modo, Estado. Y se puede además poner coto a los desmanes del capital transnacional, establecer autoridades insoslayables, fijar límites, establecer tasas, imponer multas. Hará falta un gran consenso internacional y será difícil, pero puede hacerse. La economía productiva podrá volver poco a poco a sus carriles, y las oportunidades implícitas en las nuevas formas de trabajo podrán aflorar, afirmarse poco a poco y configurarse en el marco de un nuevo paradigma productivo más participativo y menos ordenancista.


El presupuesto para todo ello es impulsar nuevas formas de organización social, nuevos métodos, nuevos objetivos, nuevas confluencias. Renovar las viejas estructuras y crear otras nuevas. Reinventarse para sobrevivir, porque atravesamos tiempos de cambio. Así lo ha expresado Moshé Naïm en la presentación de su último libro, en Ciudad de México: «Nos encontramos en una era de reinvención», ha dicho, «y esa puede ser una oportunidad, incluso en los momentos más oscuros, para cambios positivos.»