Hace algunos días, José Luis López Bulla publicó un texto
escueto en la letra pero largo en la reflexión. Lo tituló La sombra de la transición no es
tan alargada, y dejó
entre paréntesis este aviso a navegantes: borrador para amistades. Mi intención
es la misma. Como un borrador deben leerse los siguientes pespuntes añadidos
por mi cuenta y riesgo a las hechuras de aquel primer ensayo.
Habla José Luis de tres grandes crisis que confluyen en este
momento histórico: crisis económica, crisis de Estado, crisis moral. Primera
cuestión: ¿se trata de tres crisis diferenciadas, o de una sola crisis con tres
vertientes? Él las describe como diferentes, y así lo creo yo también. Parten
de un origen común, pero su lógica interna y su trayectoria no deben
confundirse. No procede meterlas a todas en el mismo saco y despachar luego el
conjunto como una conspiración universal de los pudientes o, de forma más
chusca, como un corolario obligado de los errores cometidos por la izquierda
durante la transición española a la democracia.
Una vez sentado que las tres crisis son diferentes, un análisis
somero advierte en ellas algo más. Se trata de tres crisis, a) simultáneas, b)
interconectadas, y c) no interdependientes.
En la raíz de los tres procesos está la gigantesca mutación en
la forma de producir bienes y servicios en las sociedades avanzadas, basada en
las potencialidades de las nuevas tecnologías en los terrenos de la producción
y de la comunicación. Hemos descrito en muchas ocasiones esa mutación como un
cambio de paradigma, una sustitución progresiva del fordismo imperante en los
años setenta por un modo de producir distinto, del que cabe reconocer ya
algunas características (flexibilidad extrema, versatilidad, rapidez de
respuesta a las urgencias productivas, cortoplacismo), pero que en buena medida
está aún por definir y por asentarse.
El nuevo paradigma productivo no es perverso en sí mismo; es
más, comporta oportunidades inéditas para una filosofía y una pedagogía
dirigidas a la emancipación del trabajo subalterno. Así lo anunció en La
ciudad del trabajo Bruno
Trentin, un sindicalista y pensador riguroso y nada dado a las utopías carentes
de base.
Pero los frutos potenciales del nuevo orden productivo y social
que ya despunta no nos vendrán a las manos como un maná caído del cielo para
aliviar la travesía de ningún desierto: la mutación gigantesca que está en
curso en el modo de producir riqueza social y de trabajar exige de los
distintos sujetos sociales y políticos cambios drásticos en sus actitudes y en
sus comportamientos.
Y aquí se ha producido un desfase importante. El capital
transnacional ha sido el más rápido en reaccionar y ha conseguido una ventaja
sustancial de salida, mientras que la fuerza de trabajo y sus sindicatos, los
partidos políticos que se reclaman del progreso y los aparatos de los
Estados-nación no sólo han tardado en reaccionar, sino que en buena medida han
optado por no moverse, mantener el tipo y hacerse la ilusión de que nada ha
cambiado a su alrededor, de que el mundo nuevo sigue siendo el mismo que era.
La crisis económica que padecemos ha sido generada en última
instancia por una innovación profunda en los objetivos y en los métodos puestos
en juego por el capital transnacional para incrementar su tasa de beneficio. La
especulación exasperada a partir de unas finanzas globalizadas y las
posibilidades múltiples que éstas ofrecen para puentear los controles
establecidos por los Estados sobre los mecanismos de redistribución de la
riqueza, en particular los impuestos, han dado al traste con todos los
equilibrios establecidos en la fase anterior. La falta de respuesta y de
estrategia de las instituciones del Estado, de los partidos políticos y de las
fuerzas sociales ante esta ofensiva masiva del gran capital, ha decantado la
batalla social hasta hacerla degenerar en una escabechina.
Los primeros jalones del nuevo paradigma se plantaron en los
años ochenta del siglo pasado, y la orgía transnacional se desencadenó en los
primeros noventa, cuando los asesores de Harvard entraron a saco en las
riquezas acumuladas por una Unión Soviética recién desmantelada y se las
repartieron entre un puñado de oligarcas y ellos mismos. Las regulaciones y
recomendaciones establecidas después por el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional no han hecho otra cosa que acelerar el expolio y extenderlo a
todos los continentes. Pasados treinta años, las desigualdades en la
distribución de la riqueza global se han multiplicado hasta el extremo de
desarbolar todas las verdades admitidas en el mundo tal como lo conocíamos:
desde la soberanía de los Estados, pasando por el objetivo compartido de la
protección social a los más débiles, hasta el funcionamiento mismo de los
mecanismos de la democracia. Todo está en crisis, todo está puesto en cuestión.
El Estado-nación se ha visto arrastrado por las connotaciones de
la crisis económica, pero sobre todo en la medida en que ha aceptado sin
rechistar el rumbo general de los acontecimientos y ha renunciado a utilizar
los recursos y las palancas que tenía en sus manos para corregir la
orientación. Soy consciente de que al hablar así estoy generalizando de forma
abusiva, porque en este aspecto los Estados han tenido comportamientos bastante
diferenciados entre ellos. El nuestro, desde luego, ha dado al mundo entero
ejemplo acabado de sumisión ciega a las leyes intangibles de los mercados.
En todo caso, y para proseguir con la generalización, el
Estado-nación, acostumbrado a ser la estación término de los flujos económicos,
ha asimilado mal el by-pass al que ha sido sometido por el capitalismo
financiero. Ya no posee el control absoluto de las importaciones y las
exportaciones, carece de autoridad para imponer disciplina y estructura a la
economía productiva, y una parte importante de la generación de riqueza se
filtra por los intersticios demasiado holgados de su rastrillo tributario.
Presiones externas recortan su soberanía en principio ilimitada y le obligan a
mantener equilibrados sus presupuestos, de modo que ahora no puede corregir con
inyecciones financieras la tendencia adversa de la fase depresiva de un ciclo.
Hemos vuelto a la doctrina del laissez
faire, laissez passer. No por
convicción, sino por impotencia. Demasiados gurus predican que sólo hay un
camino posible para la política económica, y ese camino resulta ser el que
refuerza y exaspera el enriquecimiento de los ricos.
No es extraño entonces que a la crisis económica y a la crisis
del Estado se sume y superponga también una crisis moral, que en España ha
alcanzado niveles de asombro. Muchos servidores del Estado han establecido su
coto particular de caza en un terreno ambiguo, la zona de sombra fronteriza
entre lo público y lo privado. En lugar de tratar de contener la avalancha de
un capital depredador carente de escrúpulos, han optado por facilitarle las
cosas, ejercer de conseguidores y lucrarse en el proceso.
Las tres crisis están conectadas entre sí pero son diferentes y
pueden y deben abordarse por separado. Los tiempos, los ritmos, las estrategias
y las alianzas han de ser distintas en cada caso. Pero se puede combatir la
corrupción con éxito y encerrar en prisión a los corruptos. Se puede abordar
una reforma del Estado, mejorando sus instrumentos de intervención y reforzando
las iniciativas autónomas y los lazos de cooperación entre segmentos de una
sociedad civil que es también, aunque de otro modo, Estado. Y se puede además
poner coto a los desmanes del capital transnacional, establecer autoridades
insoslayables, fijar límites, establecer tasas, imponer multas. Hará falta un
gran consenso internacional y será difícil, pero puede hacerse. La economía
productiva podrá volver poco a poco a sus carriles, y las oportunidades
implícitas en las nuevas formas de trabajo podrán aflorar, afirmarse poco a
poco y configurarse en el marco de un nuevo paradigma productivo más
participativo y menos ordenancista.
El presupuesto para todo ello es impulsar nuevas formas de organización
social, nuevos métodos, nuevos objetivos, nuevas confluencias. Renovar las
viejas estructuras y crear otras nuevas. Reinventarse para sobrevivir, porque
atravesamos tiempos de cambio. Así lo ha expresado Moshé Naïm en la
presentación de su último libro, en Ciudad de México: «Nos encontramos en una
era de reinvención», ha dicho, «y esa puede ser una oportunidad, incluso en los
momentos más oscuros, para cambios positivos.»