Se ha celebrado la gran fiesta ciudadana del 9 de Noviembre en
Cataluña, y las cosas han ido exactamente por donde se sabía ya que iban a ir.
La gente ha expresado libremente su opinión, aun a sabiendas de que esa opinión
no va a ser computada ni convalidada. Artur Mas ha conseguido un balón de
oxígeno de cara a unas elecciones que pueden ser ya, y según y cómo,
inminentes. Mariano Rajoy ha hecho gala de sangre fría, cosa que a nadie puede
sorprender: si algo le sobra, es cuajo. Oriol Junqueras, que no tiene ni la
sangre fría ni la capacidad de cálculo como sus mejores cualidades, sigue
convencido de que la independencia está «a tocar», como se dice por aquí;
aunque lo cierto es que la independencia no se ha acercado un milímetro.
La salida del laberinto catalán es si cabe más difícil hoy. El
soberanismo ha subido sus apuestas. Lo que hace algunos meses hubiera sido una
solución factible, ya resulta insuficiente. No basta un concierto económico; se
exige un referéndum decisorio. Ni Mas está en condiciones de rebajar su órdago,
ni Rajoy podría ceder aunque quisiera. Estamos más cerca de un desenlace
traumático, y sólo dependemos para evitarlo de que los protagonistas (por lo
menos hasta nuestra próxima visita a las urnas) de la escena política mantengan
la serenidad en el trance.
A propósito de serenidad, ¿qué le pasa a Rosa Díez? Ha vuelto a
reclamar represión, en nombre de la democracia. Se le ha olvidado, o no ha
sabido nunca (hay mucha falta de ignorancia, como decía un Séneca de pueblo),
que el primer axioma de la democracia dice que las minorías son tan
importantes, si no más, que las mayorías, porque sin su presencia activa no hay
democracia sino una dictadura de la mayoría. Es perfectamente democrático que
una minoría dé voz a sus agravios o a lo que tiene por tales; y la obligación
de la mayoría es escuchar esa voz, no para darle satisfacción plena a costa de
la opinión mayoritaria, sino para buscar una solución de consenso que facilite
la convivencia común. ¿Que eso no es fácil? ¿Quién ha dicho que la política
tenga que ser fácil?
Rosa Díez se ha alineado con Boadella para pedir al gobierno que
«no tenga piedad» con Cataluña. Boadella es un bufón y nadie toma al pie de la
letra sus salidas de tono, pero ¿esa chica? Ya antes ha dado varias muestras de
un talante ordenancista y autoritario dentro de su propia formación. Es su
cotarro, no voy a meterme ahí. Pero cuando saca a relucir intervenciones de la
fuerza pública, empapelamientos y prisiones con tanto desahogo, me pregunto:
¿qué le ocurre? ¿Hay un trauma infantil hundido en su subconsciente, o es
simplemente que le pirran los uniformes, en particular los de color verde
oliva? ¿No será, como apuntaba Federico García Lorca, que tiene el alma de
charol y el cielo se le antoja una vitrina de espuelas?