«Nosotros que ya no
cultivamos el arte de la paciencia sino, más bien, el arte de la impaciencia…»
Son palabras de Bertolt Brecht al parafrasear la parábola de Buda sobre la casa
en llamas. Podría ser también el lema de Podemos, a la vista de los objetivos
planteados y los resultados obtenidos en su congreso o asamblea fundacional. La
misma impresión se deduce de la composición del consejo ciudadano que dirigirá
la formación, compuesto íntegramente por la lista más votada sin concesiones a
las propuestas alternativas (alguien ha hablado de “leninismo” en relación con
esta circunstancia; me parece una malicia gratuita, son muchos los reglamentos
en democracia en los que el ganador se lo lleva todo). También son
significativos de lo que podríamos llamar el “talante” de Podemos el discurso de
clausura de Pablo Iglesias y los avisos para navegantes que Carolina Bescansa ha
difundido en un artículo de prensa. Podemos prepara el asalto «a los cielos», a
la «centralidad» del tablero político, con todo lo que tiene, sin dejar nada en
la reserva, sin un Plan B, con la confianza de conseguir un k.o. en el primer
asalto. En el abanico de escenarios posibles que se plantea, incluye la
posibilidad de perder, pero descarta en cambio la de un segundo asalto.
El diseño del
partido es seguramente adecuado al momento en el que nace. No hay una jerarquía
propiamente dicha, sino una comunión interactiva de muchas redes, círculos,
asociaciones y personas con una terminal que se configura al mismo tiempo como
una base de datos informática y como el output
de todos los inputs almacenados y
analizados en el proceso de debate.
La izquierda
tradicional no ha tomado en cuenta suficientemente los cambios ocurridos en los
últimos años en relación con la composición de la sociedad y las expectativas
colectivas, pero sobre todo individuales, de sus miembros. La velocidad de la
banda ancha invade todas las situaciones de la vida y da a las oportunidades
que presentan una característica labilidad extrema, una calidad de concurso-oposición
en el que se necesita hacer frente a una competencia numerosa e implacable. Sin
duda no es ese el campo de batalla ideal para la izquierda tradicional, ni el
que elegiría en ningún caso, pero convendrá tomar nota de dos objeciones
importantes. Primera, Podemos no se define como un partido de la izquierda.
Segunda, lo quiera o no la izquierda tradicional, ese es el terreno en el que se
ve obligada a combatir hoy.
Cayo Lara tiene
razón, en todo. La tiene cuando afirma que Izquierda Unida no debe diluirse en experimentos,
sino reivindicar su patrimonio propio. La tiene también cuando da un paso
atrás, que le honra, para permitir una conexión más adecuada de las estructuras
de la formación que dirige con su base potencial. Esa conexión pasa seguramente
por la necesidad de una tanda de primarias y por unos acuerdos programáticos rigurosos
con otras organizaciones y movimientos. Pero lo que seguramente es necesario,
sin duda no es suficiente. Hay que pasear la mirada por el exterior y después
observarse también en el espejo. Percibir las situaciones enquistadas, las
jerarquías superfluas, las rutinas de mando, las adhesiones acríticas, todo lo
que se contradice con una sociedad muy móvil, muy lábil y muy impaciente.
No vale cruzarse de
brazos y esperar a ver qué hace Podemos por su cuenta. Podemos no se bastará
por sí sola, pero su posible fracaso será el fracaso de todos nosotros, porque
significará la perpetuación de la casta en el poder.
Y para darse cuenta
de lo que significa la casta, nada como dos imágenes. La primera, los ciervos
abatidos en Toledo, en una cacería organizada para empresarios y políticos.
Viene hoy en El País. La segunda, la mirada pícara de Mariano Rajoy a la cámara,
en Brisbane, en el momento de sentarse a una mesa en la que discuten entre ellos, sin
dedicarle una mirada, Renzi, Hollande, Obama, Merkel y Juncker. Nuestro Mariano
tiene predilección por esos selfies afortunados, en los que se ve con qué nivel
de gente se codea. Lo suyo es “estar” en la política; no hacer algo, sino lucir.
Es otro Pequeño Nicolás. Pero en comparación, Nicolás tiene más presencia y más
estilo.