miércoles, 12 de noviembre de 2014

INNOVACIÓN Y POLARIZACIÓN DEL TRABAJO (y II)


Así explica la situación Sarah Lacy, redactora jefe de la revista de tecnología “Pando Daily”, citada por Andrew Leonard en el artículo que comentaba en mi anterior entrada: «La gente en la industria de la tecnología piensa que la vida se rige por el mérito individual, por la llamada meritocracia. Piensan que uno trabaja muy duro, individualmente, para crear y construir algo y obtener, así, beneficios, y esta es una visión contraria a la que tienen los sindicatos.»

El tiro no está bien dirigido. La visión de los sindicatos es perfectamente compatible con los beneficios muy elevados que puede reportar a una persona un trabajo creativo individual “muy duro”. La tesis viejuna de que los sindicatos premian a los holgazanes al equipararlos con sus compañeros más diligentes, no se sostiene desde ningún punto de vista. Lo que está ocurriendo es justamente lo contrario: mediante la apelación vanilocuente a la meritocracia, lo que hace la política salarial de las grandes corporaciones es castigar a los trabajadores diligentes midiéndolos con el rasero de los holgazanes.

Eso es lo que ocurre en Estados Unidos. Aquí las cosas son algo diferentes, pero no mucho. Los chicos listos de Silicon Valley también han aterrizado en nuestras latitudes. De hecho, se han convertido en imprescindibles en muchas empresas. No tengo un conocimiento de primera mano sobre la evolución de los negocios desde el inicio de la crisis de 2008, y en relación con la etapa anterior mi experiencia personal es muy limitada, pero calculo que en general las cosas no deben de ser muy diferentes de la situación que yo mismo pude apreciar. Y si me equivoco, me sentiré feliz cuando alguien me corrija.

En los años de la burbuja inmobiliaria existió también una burbuja informática, y un tropel de analistas de sistemas que trabajaban para firmas prestigiosas de software se dedicaron a la tarea de proporcionar a muchas empresas medianas y grandes de muy diferentes ramas (la Banca en primer lugar, y tras ella toda una variedad de servicios, pero también ramas característicamente industriales) una pista de aterrizaje en la globalización, dotándoles de un instrumental de nueva generación adecuado a sus necesidades particulares y a sus posibilidades inversoras y exportadoras. Una consecuencia lógica de la instalación de los nuevos sistemas fue la creación de departamentos de informática. En el organigrama de las empresas, estos departamentos fueron a recalar a una posición especial, como anexos a la dirección o muy vinculados a ella.

Ahí está la primera objeción. No hay nada que reprochar a los analistas que instalaron los sistemas informáticos en las empresas; se comportaron como buenos profesionales. Conforme al mandato que recibieron, lo que implantaron no fueron sistemas estándares, sino aplicaciones adecuadas para satisfacer las necesidades y los deseos particulares de los clientes. Los clientes eran empresas en trance de evolución hacia un paradigma nuevo. La información es un material sensible siempre, y en consecuencia las gerencias se movieron en la dirección de acaparar para sí el poder que garantiza el monopolio del conocimiento. De haber sido su objetivo principal el incremento de productividad que se supone consecuente a la utilización de tecnologías más afinadas, el departamento de informática habría quedado vinculado a las oficinas técnicas, en las que, sin perjuicio de servir a la dirección, podía consultar e interactuar de forma permanente con las “clases medias” asalariadas de la empresa. Había grandes tesoros de conocimiento acumulado en ese escalón del trabajo subordinado, y fueron malbaratados. Las direcciones optaron por asegurarse la posesión exclusiva del instrumento nuevo que los analistas ponían en sus manos. La historia de las intranets es una historia de cortafuegos, de opacidades y de contraseñas necesarias para acceder al sancta sanctorum de la empresa. A más información disponible, mayor protección de la información sensible. Hoy el trabajo de los técnicos de grado medio es controlado en tiempo real, o casi, desde otros monitores, pero ellos mismos ignoran lo que están haciendo sus vecinos, y ese hecho tiene como consecuencia que no se establezcan sinergias y la calidad de la tarea de cada uno individualmente considerado tenga un vuelo muy limitado. Ese ha sido el primer paso hacia la degradación y la fungibilidad del escalón medio del trabajo técnico. A partir de ahí, al confundirse cada vez más su prestación con otros trabajos de menor cualificación, también los recortes salariales azuzados por la crisis se han cebado prioritariamente en ellos.

Es hora de volver a los chicos listos que ocupan puestos adjuntos a la gerencia y se sientan en los consejos de administración. No es del todo imposible que entre ellos haya algún Steve Jobs en potencia, pero la media aritmética de sus capacidades nos dice que se trata de mediocridades. No se les puede negar el “trabajo duro” realizado durante horas y más horas de pantalla, y tampoco su ambición. Pero su profunda comprensión de los entresijos de la red se concentra sobre todo en las operaciones a través de las cuales es posible sortear barreras y superar cortafuegos hasta acceder a información prohibida. A partir de ahí todo se reduce a una operación de recorta y pega, y a la presentación de dossiers confidenciales a la atención de los estamentos de dirección. Los chicos listos no son creativos, son hackers. Su actuación en la cúpula de las empresas está teniendo como resultado, no un avance en la concreción de las potencialidades del nuevo paradigma de la producción, sino la copia conforme inmediata de cuanta innovación real aparece en el horizonte del colectivo de empresas. De la sociedad de la información estamos pasando a la sociedad del espionaje.

Pero lo que se consigue con el espionaje industrial masivo es, de nuevo, pasar el rasero e igualar por debajo. Cuestiones como el prestigio de la marca y la excelencia como capital inmaterial de una empresa importan cada vez menos, porque no puede evitarse el expolio del sancta sanctorum cuya preservación era precisamente el objetivo prioritario de la dirección de la empresa en el momento de emprender su informatización. La competencia entre marcas es cada vez más feroz; la multiplicación de la oferta y la presión del corto plazo, cada vez más acuciante, empujan hacia abajo los precios, y la empresa en apuros ya no puede echar mano del capital humano del que antes presumía: lo ha quemado con una política de salarios basura. Ha acogido en su seno y remunerado con esplendidez al chico listo que ha sabido ofrecerse a sí mismo al estilo de los vendedores de crecepelo en los campamentos mineros del Salvaje Oeste, y ha provocado el desánimo y la desafección de las personas que más saben y mejor pueden orientarle en lo que se refiere a su propio ámbito de actuación y a la ansiada mejora de productividad y de competitividad.


La estrategia sindical dentro de las empresas debería apuntar, si la situación es más o menos parecida a como la he descrito, a incrementar la conciencia colectiva de los trabajadores sobre su propio trabajo, a compartir de forma más adecuada la información disponible, y a modificar los organigramas en el sentido de aproximar las instancias de decisión y de ejecución, y asumir desde la sección sindical, o en su defecto del comité de empresa, responsabilidades limitadas en la organización interna del trabajo. De que se consiga o no este objetivo, dependerá dentro de la empresa la posibilidad de alcanzar para todos mayor calidad de trabajo y cotas de retribución salarial más adecuadas; y fuera de la empresa, que el sindicato consiga remontar la parábola descendente sobre la que viene alertando José Luis López Bulla con la asiduidad, la constancia, la tozudez del viejo topo invocado por el Barbudo.