Así explica la situación Sarah Lacy,
redactora jefe de la revista de tecnología “Pando Daily”, citada por Andrew
Leonard en el artículo que comentaba en mi anterior entrada: «La gente en la industria de la
tecnología piensa que la vida se rige por el mérito individual, por la llamada
meritocracia. Piensan que uno trabaja muy duro, individualmente, para
crear y construir algo y obtener, así, beneficios, y esta es una visión
contraria a la que tienen los sindicatos.»
El tiro no está bien dirigido. La visión de
los sindicatos es perfectamente compatible con los beneficios muy elevados que
puede reportar a una persona un trabajo creativo individual “muy duro”. La
tesis viejuna de que los sindicatos premian a los holgazanes al equipararlos
con sus compañeros más diligentes, no se sostiene desde ningún punto de vista.
Lo que está ocurriendo es justamente lo contrario: mediante la apelación
vanilocuente a la meritocracia, lo que hace la política salarial de las grandes
corporaciones es castigar a los trabajadores diligentes midiéndolos con el
rasero de los holgazanes.
Eso es lo que ocurre en Estados Unidos.
Aquí las cosas son algo diferentes, pero no mucho. Los chicos listos de Silicon
Valley también han aterrizado en nuestras latitudes. De hecho, se han
convertido en imprescindibles en muchas empresas. No tengo un conocimiento de
primera mano sobre la evolución de los negocios desde el inicio de la crisis de
2008, y en relación con la etapa anterior mi experiencia personal es muy
limitada, pero calculo que en general las cosas no deben de ser muy diferentes
de la situación que yo mismo pude apreciar. Y si me equivoco, me sentiré feliz
cuando alguien me corrija.
En los años de la burbuja inmobiliaria
existió también una burbuja informática, y un tropel de analistas de sistemas
que trabajaban para firmas prestigiosas de software se dedicaron a la tarea de
proporcionar a muchas empresas medianas y grandes de muy diferentes ramas (la Banca en primer lugar, y
tras ella toda una variedad de servicios, pero también ramas
característicamente industriales) una pista de aterrizaje en la globalización,
dotándoles de un instrumental de nueva generación adecuado a sus necesidades
particulares y a sus posibilidades inversoras y exportadoras. Una consecuencia
lógica de la instalación de los nuevos sistemas fue la creación de
departamentos de informática. En el organigrama de las empresas, estos
departamentos fueron a recalar a una posición especial, como anexos a la
dirección o muy vinculados a ella.
Ahí está la primera objeción. No hay nada
que reprochar a los analistas que instalaron los sistemas informáticos en las
empresas; se comportaron como buenos profesionales. Conforme al mandato que
recibieron, lo que implantaron no fueron sistemas estándares, sino aplicaciones
adecuadas para satisfacer las necesidades y los deseos particulares de los
clientes. Los clientes eran empresas en trance de evolución hacia un paradigma
nuevo. La información es un material sensible siempre, y en consecuencia las
gerencias se movieron en la dirección de acaparar para sí el poder que
garantiza el monopolio del conocimiento. De haber sido su objetivo principal el
incremento de productividad que se supone consecuente a la utilización de
tecnologías más afinadas, el departamento de informática habría quedado
vinculado a las oficinas técnicas, en las que, sin perjuicio de servir a la
dirección, podía consultar e interactuar de forma permanente con las “clases
medias” asalariadas de la empresa. Había grandes tesoros de conocimiento
acumulado en ese escalón del trabajo subordinado, y fueron malbaratados. Las
direcciones optaron por asegurarse la posesión exclusiva del instrumento nuevo
que los analistas ponían en sus manos. La historia de las intranets es una
historia de cortafuegos, de opacidades y de contraseñas necesarias para acceder
al sancta sanctorum de la empresa. A más información disponible, mayor
protección de la información sensible. Hoy el trabajo de los técnicos de grado
medio es controlado en tiempo real, o casi, desde otros monitores, pero ellos
mismos ignoran lo que están haciendo sus vecinos, y ese hecho tiene como
consecuencia que no se establezcan sinergias y la calidad de la tarea de cada
uno individualmente considerado tenga un vuelo muy limitado. Ese ha sido el
primer paso hacia la degradación y la fungibilidad del escalón medio del
trabajo técnico. A partir de ahí, al confundirse cada vez más su prestación con
otros trabajos de menor cualificación, también los recortes salariales azuzados
por la crisis se han cebado prioritariamente en ellos.
Es hora de volver a los chicos listos que
ocupan puestos adjuntos a la gerencia y se sientan en los consejos de
administración. No es del todo imposible que entre ellos haya algún Steve Jobs
en potencia, pero la media aritmética de sus capacidades nos dice que se trata
de mediocridades. No se les puede negar el “trabajo duro” realizado durante
horas y más horas de pantalla, y tampoco su ambición. Pero su profunda comprensión
de los entresijos de la red se concentra sobre todo en las operaciones a través
de las cuales es posible sortear barreras y superar cortafuegos hasta acceder a
información prohibida. A partir de ahí todo se reduce a una operación de
recorta y pega, y a la presentación de dossiers confidenciales a la atención de
los estamentos de dirección. Los chicos listos no son creativos, son hackers.
Su actuación en la cúpula de las empresas está teniendo como resultado, no un
avance en la concreción de las potencialidades del nuevo paradigma de la
producción, sino la copia conforme inmediata de cuanta innovación real aparece
en el horizonte del colectivo de empresas. De la sociedad de la información
estamos pasando a la sociedad del espionaje.
Pero lo que se consigue con el espionaje
industrial masivo es, de nuevo, pasar el rasero e igualar por debajo.
Cuestiones como el prestigio de la marca y la excelencia como capital
inmaterial de una empresa importan cada vez menos, porque no puede evitarse el
expolio del sancta sanctorum cuya preservación era precisamente el objetivo
prioritario de la dirección de la empresa en el momento de emprender su
informatización. La competencia entre marcas es cada vez más feroz; la
multiplicación de la oferta y la presión del corto plazo, cada vez más
acuciante, empujan hacia abajo los precios, y la empresa en apuros ya no puede
echar mano del capital humano del que antes presumía: lo ha quemado con una
política de salarios basura. Ha acogido en su seno y remunerado con esplendidez
al chico listo que ha sabido ofrecerse a sí mismo al estilo de los vendedores
de crecepelo en los campamentos mineros del Salvaje Oeste, y ha provocado el
desánimo y la desafección de las personas que más saben y mejor pueden
orientarle en lo que se refiere a su propio ámbito de actuación y a la ansiada
mejora de productividad y de competitividad.
La estrategia sindical dentro de las
empresas debería apuntar, si la situación es más o menos parecida a como la he
descrito, a incrementar la conciencia colectiva de los trabajadores sobre su
propio trabajo, a compartir de forma más adecuada la información disponible, y
a modificar los organigramas en el sentido de aproximar las instancias de
decisión y de ejecución, y asumir desde la sección sindical, o en su defecto
del comité de empresa, responsabilidades limitadas en la organización interna
del trabajo. De que se consiga o no este objetivo, dependerá dentro de la
empresa la posibilidad de alcanzar para todos mayor calidad de trabajo y cotas
de retribución salarial más adecuadas; y fuera de la empresa, que el sindicato
consiga remontar la parábola descendente sobre la que viene alertando José Luis
López Bulla con la asiduidad, la constancia, la tozudez del viejo topo invocado
por el Barbudo.