No es viable
perseguir el pleno empleo a toda costa; lo han demostrado las políticas
económicas seguidas por los gobiernos socialdemócratas a partir de los años
noventa. Ellos “adelgazaron” el estado de bienestar, tronaron contra los
gorrones y los perezosos que medraban con los subsidios al desempleo, corrigieron
las “rigideces” del mercado laboral con medidas legislativas que minaban la
estabilidad de las plantillas de las empresas, y dedicaron miles de millones de
euros – mediante inyecciones directas de capital para sociedades en
dificultades, y exenciones y rebajas de impuestos para todas ellas –, a incentivar
la creación de puestos de trabajo desde la lógica de amortiguar la acción
sindical y potenciar la posición dominante del empresario, al que se consideraba
el único, el verdadero creador de riqueza.
Los economistas y
financieros adeptos al neoliberalismo y a las terceras vías anunciaron entonces
un nuevo milenio de prosperidad y bonanza económica. Ha sido verdad pero solo
para ellos mismos, que blindaron previsoramente sus contratos y sus
jubilaciones sustanciosas. Los capitales públicos inyectados han huido de la
economía productiva y han potenciado la especulación financiera. En lugar del
pleno empleo, ha habido un crecimiento desmesurado del paro estructural y del
trabajo incierto. Se han creado empleos, pero empleos basura. Los nuevos
contratos precarios han sustituido a los contratos fijos que les precedieron, y
donde había un puesto de trabajo ahora puede haber media docena de minitrabajos
que, entre todos, no alcanzan a completar ni la tarea real que desarrollaba su
antecesor, ni el salario que se le asignaba. Por el camino se han perdido otros
derechos y beneficios anejos al puesto de trabajo: vacaciones pagadas, seguros,
primas, atención sanitaria.
El espejismo del
pleno empleo ha hecho desaparecer de las agendas de políticos y sindicalistas la
cuestión trascendental de la calidad del empleo.
No se trata de un
hecho nuevo, sino de una herencia gravosa que se remonta a la época del fordismo. Durante
toda una larga etapa de la historia del capitalismo, el movimiento obrero sacrificó
de forma consciente el bienestar dentro de la fábrica a cambio de unos beneficios
fuera de ella, consolándose de su sacrificio con la esperanza de una redención
futura. Lo avalan textos de Lenin, de Gramsci. Bruno Trentin analizó
esta cuestión con agudeza, y José Luis López Bulla se ha ocupado de traducir y difundir
entre nosotros sus textos con un tesón admirable.
Hoy la situación ha
empeorado dentro y fuera de las fábricas. Dentro hay más presión, más estrés y
más inseguridad; fuera, van cayendo los derechos y beneficios que compensaban
la esclavitud de la persona a la máquina.
Si se acomete la
tarea de consensuar ese Estatuto de los Trabajadores que propone ahora el PSOE y reclama toda la izquierda, en
paralelo y en conexión con una nueva Constitución, habrá que colocar en primer
plano dos temas cruciales: uno, la calidad del trabajo y de la democracia en el
interior del centro de trabajo; y dos, la protección y las garantías para todo el
trabajo asalariado, el fijo y el precario, a tiempo completo o parcial,
flexible o no flexible, heterodirigido o autónomo dependiente.
Y en consecuencia,
será determinante la cuestión de la representación de las partes. Hay una
ficción jurídica que no puede mantenerse en la nueva etapa que se quiere
emprender: la “mayor representatividad” de unas centrales sindicales extendida a todo el universo laboral. Los colectivos de trabajadores que se
incluyen en lo que Guy Standing ha denominado el
«precariado», sean o no una nueva clase social en formación y yo creo que no lo
son, deben tener para la ocasión los representantes que ellos mismos determinen,
a partir de su autonomía y su autoorganización.
Hay otra cuestión
aún. Si la Constitución es por su misma naturaleza una ley para la nación, será
en cambio conveniente que un Estatuto del trabajo busque, por lo menos en
algunos capítulos, un ámbito de vigencia superior. Hay dos realidades a
considerar en primera instancia: de un lado los países latinoamericanos, y de
otro la Unión Europea o cuando menos una amplia región (¿el Sur?) en el
interior de la misma. Hace falta como el agua potenciar sinergias en la lucha
por el reconocimiento de los derechos derivados del trabajo, más allá de unas
fronteras concretas. Si más no, por el hecho de que la emigración de los
jóvenes en busca de mejores perspectivas se ha convertido en un fenómeno multidireccional
y multitudinario. Y esos migrantes pasan en su país de acogida a una condición
de residentes, de ciudadanos de segunda. La internacionalización de los
derechos derivados del trabajo es una asignatura pendiente. Y urgente.