Lo ha dicho el
presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Junker: «No
nos gustan mucho las caras nuevas.» Se refería muy en concreto a la cara de Alexis Tsipras, el líder griego de Syriza. Y no ha
sido un comentario personal, sino institucional. La advertencia se parece como dos
gotas de agua a aquella declaración del sheriff con la que comenzaba de forma
casi invariable la peli del oeste de los cines de sesión doble de mi infancia:
«En este valle no son bienvenidos los forasteros.» Una forma no tan indirecta
de avisar al forastero de que tendrá problemas – en la forma de una ensalada de
tiros, y no tiros al aire sino al bulto, a matar – a menos que cambie rápidamente
de aires.
La Unión Europea se
ha convertido en un sucedáneo de serie B (también posiblemente de caja B) del
legendario OK Corral. Esto no ocurría hace algunos años. En teoría, todos
éramos bienvenidos. ¿Caras nuevas? ¡Adelante, los amigos de mis amigos son
también amigos míos! El objetivo era crear una gran comunidad de coleguis, limar
asperezas de entrada, que todo el mundo y los recién llegados en particular se
encontraran a gusto.
El panorama ha
cambiado.
He dicho al
principio que el comentario de Juncker no ha sido a título personal, sino
institucional. No ha ido acompañado de una palmada en el hombro de Andonis Samarás, pero casi. Samarás dedicó anoche
buena parte de su discurso electoral a atacar el «plan secreto» de Tsipras
consistente en abandonar el euro y dar la espalda a Europa. El aludido lo estaba
desmintiendo con rotundidad el mismo día y a la misma hora en un acto
multitudinario en Neo Fáliro, en la aglomeración de Atenas.
El desmentido de
Tsipras es lo de menos. Juncker, Samarás y Merkel (esta última, off the record)
parten de la misma idea: Syriza quiere romper con Europa y, en consecuencia,
quiere romper Europa. Y aparece en sus palabras una amenaza velada dirigida a
Grecia en primer lugar, pero que se extiende también a otros escenarios que esperan
turno. El mensaje: esto es lo que hay, y lo que os espera es más de lo mismo.
No se ofrece la
cara amable de la comunidad, sino la cara de perro. No el rostro humano del
capitalismo, sino el rostro de piedra de la Gorgona al servicio de unas élites
«con un poder político enormemente desproporcionado» según el Nobel de Economía
Paul Krugman, dirigiéndose a las masas sumidas
en el «valle de la desesperación», el valle donde todos los habitantes son
forasteros indeseados.
El análisis de la
cancillera alemana Ángela Merkel y de su
ministro de Finanzas Wolfgang Schäuble, que ambos
han eludido confirmar de forma oficial, parte de la idea de que la UE es hoy capaz
de sobrevivir sin Grecia. Se insiste en que será Grecia la que opte por
separarse de la UE, y no a la inversa, en el caso de que el nuevo gobierno no
cumpla estrictamente los compromisos adquiridos. Compromisos, no hace falta
subrayarlo, imposibles de cumplir hoy por hoy para el país, y más imposibles
aún si se asumen nuevas “reformas” que depauperarán aún más su economía.
Este análisis alemán
ha sido filtrado por Der Spiegel, y lo recoge hoy El País. Es un magnífico
ejemplo de intimidación desde los medios, que debería ser analizado con detenimiento
en las escuelas de periodismo como muestra de “demagogia científica”. Y no se
trata de una advertencia localizada, sino de orden más general. Transcribo la
conclusión del artículo de E. Müller en El País:
«El
Gobierno alemán, que considera una salida de Grecia casi como inevitable si el
partido de izquierda Syriza gana las elecciones, también llega a la conclusión
de que ya no puede seguir cediendo a las presiones de Grecia, ante el peligro
de que nuevas concesiones alienten a países como Francia e Italia a dejar de
lado sus reformas y le den más argumentos al Frente Nacional de Francia, al
movimiento Cinco Estrellas que lidera Beppe Grillo en Italia o a Podemos en
España.»
Atiendan al
lenguaje: «¡Presiones de Grecia!» «¡Concesiones
que alienten!» Ya no se trata de democracia, sino de dejar claro quién
manda. En mi cole los profesores lo llamaban escarmiento ejemplar para desanimar
a los díscolos. Los escolares lo decíamos más sencillo: meter miedo.