Ya ha empezado la
pelea por el botín de las elecciones que vamos a ganar sin falta uno de estos
días. En Sevilla ha cundido la indignación porque la candidata de Podemos
expresó alguna reticencia sobre las celebraciones de la semana santa. ¡De eso
nada! ¡Aquí a modernos y radicales no nos gana nadie, pero las procesiones no
se tocan!
En la otra punta de
nuestra geografía, en Cataluña, la nave que debía partir abarrotada de personal
con destino a Ítaca sigue anclada en el puerto a la espera de que los dos
aspirantes a timonel acaben de ponerse de acuerdo sobre cómo se confeccionará
en definitiva el rol de la tripulación. Lo de menos es ya el viaje en sí, lo trascendente
es el lugar que han de ocupar, o no, en una u otra de las listas electorales, algunas
personalidades destacadas en digna representación de la sociedad civil.
Y en el centro de
nuestras miserias, la dirección madrileña de Izquierda Unida se dispone a rebobinar
en los despachos los resultados de unas primarias diseñadas para expresar de
forma pública y transparente un ejercicio de renovación de la política. El
problema es que no acaban de gustar los que han salido elegidos. Algo que
produce una sensación de déjà vu en
la torturada historia de la formación, donde la aparición de renovadores
siempre ha sido saludada con ruido de fondo de piedras de amolar sacando filo a
las albaceteñas, y la popularidad excesiva de algunos dirigentes se ha interpretado
siempre como prueba inequívoca de su próxima defección.
Mientras tanto, el
Augusto ha hecho saber a sus leales que, en sus propias encuestas secretas, el
Patio de Monipodio sigue en cabeza en todas las clasificaciones. Va a ser que
tiene razón.