La emisión del
documental “Ciutat morta” por el
Canal 33 de la televisión autónoma catalana ha levantado ampollas. Los hechos
narrados ocurrieron durante el desalojo de una fiesta okupa en un inmueble
propiedad del Ayuntamiento de Barcelona, en el año 2006. Un guardia urbano fue
víctima del lanzamiento de un objeto contundente, probablemente una maceta
aunque en el juicio posterior se habló de una piedra. Unos sospechosos muy
improbables fueron detenidos, torturados en comisaría y condenados en un juicio
plagado de irregularidades. Patricia, una de las damnificadas directas por el
suceso, se suicidó poco después de salir de la prisión.
Truculencias
policiales y errores – o prevaricaciones – judiciales, hay muchos. Lo singular
de este caso no ha sido la comprobación de la existencia de esa cara oscura de
la justicia y el orden, sino su pervivencia al paso de los años y de los
mandatos municipales. Los hechos ocurrieron bajo un alcalde socialista; hoy es
un alcalde convergente el que se niega a una rectificación y una revisión del
caso. Un alto cargo sospechoso de haber tergiversado informes y destruido
pruebas consiguió de un juez la censura de los cinco minutos de documental en
los que aparecían su nombre y su imagen pública. Hablo de imagen pública, no de
su intimidad personal o familiar: se trataba de su presencia en una rueda de
prensa sobre otro caso oscuro ocurrido con posterioridad. Sin embargo, el juez
aceptó el alegato de que esas imágenes de un funcionario en el ejercicio de sus
funciones atentaban contra su dignidad, su intimidad y su imagen. No es que la
censura judicial haya servido de nada en este caso, pero sí que se aprecia de
nuevo el mismo sesgo que ha llevado a unas autoridades democráticamente
instituidas a respetar hasta el escrúpulo los derechos de unos ciudadanos y
conculcar a conciencia y a sangre fría los de otros. A proteger a la “buena
gente” contra la patota.
Barcelona, ciudad
de ferias y congresos, punto de destino del turismo mundial, sigue siendo una
ciudad provinciana, con una burguesía provinciana que aspira a una
independencia provinciana. En el cogollito de las escasas familias que “importan”,
todo el mundo se conoce. Todos comparten unos mismos valores, un mismo sentimiento
de ser la sal de la tierra, un mismo instinto atávico de cerrar filas contra el
intruso, contra el forastero, contra el diferente.
Ni olvido ni
perdón, se cantó anoche de madrugada delante de las velas encendidas en
recuerdo de Patricia en la plaza de Sant Jaume. Si este consistorio es incapaz
de emprender la vía de la restitución de la justicia a la que todos y todas somos
acreedores, conviene en efecto no olvidarlo ni perdonarlo. Para el caso las
elecciones están ya ahí, a la vuelta de la esquina.