Ayer el director
del Observatorio Europeo de Memorias de la Universidad de Barcelona, Jordi Guixé, y el historiador Ricard
Vinyes conferenciaron en el Speaker’s Corner de la exposición del
Cincuentenario de la CONC, en el Museu d’Història de Catalunya, un lugar que el
mismo Vinyes ha calificado en alguna ocasión de «conflicto de memorias». Y
hablaron precisamente de los conflictos y las contradicciones que envuelven un
concepto tan delicado e impalpable como es la memoria histórica europea. No voy
a hacer la reseña de lo que se dijo – el lector interesado lo encontrará sin dificultad
en las webs correspondientes – sino a abrir una pequeña reflexión sobre la
memoria, centrada en un personaje al que presenté ayer en este blog. Me refiero
a Poggio Bracciolini, nacido en Terranuova del
Valdarno (Arezzo) en 1380 y fallecido en el mismo lugar en 1459.
Poggio no encontró
un documento único y singular; existieron más copias del poema de Lucrecio
guardadas o traspapeladas en bibliotecas polvorientas de monasterios y abadías,
y años o siglos más tarde se han localizado algunas de ellas. La deuda que tenemos
con Poggio es parecida a la que tenemos con Cristóbal Colón. América siempre
estuvo ahí, pero fue Colón el primero
en atreverse a explorar más allá de los límites comúnmente aceptados en su época. Al final
del mar Tenebroso no había, según la doctrina imperante, más que un gran vacío
que se tragaría cualquier nave aventurera.
Y del mismo modo,
las ciencias y la filosofía del occidente cristiano eran meras siervas (ancillae) de una teología que marcaba
el orden del mundo, el arriba y el abajo, el derecho natural al que todos los
humanos estaban sometidos de modo que cada cual ocupaba un lugar preciso en una
jerarquía bien establecida.
Poggio se saltó esa
jerarquía. Vivió en la Florencia de los ciompi
y del Dante, y estuvo en el concilio de Constanza acompañado por gente tal como
Leonardo Bruni, que había sido canciller de la República de Florencia y
volvería a serlo años después, y por Cosimo di Medici, un banquero, hombre de
negocios y mecenas cultural que afirmó que en su vida había ganado y también gastado
muchísimo dinero, pero que le había producido mucho más placer gastarlo que
ganarlo. Fue Bruni quien acuñó el término «humanista» para designar a las
personas que, como Poggio, no formaban parte de ninguna clase social o estamento
jerárquico definido sino que flotaban en cierta forma sobre todos ellos y, con
su cultura y su inventiva personal, trascendían todos los límites fijados por
las convenciones sociales.
Poggio fue a
encontrarse, en la línea de sombra de la biblioteca poblada de humedades de alguna abadía gótica, con Tito Lucrecio
Caro, un “maldito” ya en vida. El epicureísmo y el ateísmo estaban muy mal
vistos en la Roma de Augusto, que impuso los dioses patrios de una religión de
estado que glorificaba en primer lugar al emperador. Poetas áulicos como
Horacio o el dulce Virgilio ningunearon sistemáticamente a su colega; Cicerón,
demasiado hábil como orador y enmarañado como político, alabó la belleza de sus
imágenes pero condenó sus ideas perniciosas. Lucrecio formó parte de una
memoria subterránea a los fastos de Roma. Fue leído, sin embargo, con avidez;
se ha encontrado un rollo (un volumen,
en latín) de su obra, carbonizado pero con algunos fragmentos lo bastante
legibles para resultar identificables, en la Villa de los Papiros de Herculano.
Pero únicamente debido a un artículo de la regla de San Benito que ordenaba a
los monjes trabajar la huerta y copiar manuscritos diariamente para no estar
nunca ociosos, resultó posible que copias de su obra sobrevivieran a un medievo hostil
a las creencias religiosas, a la filosofía y a la vida de los antiguos.
Fue el coraje
intelectual de Poggio y su decisión de recuperar un legado incómodo para la
sociedad en la que vivía, los que permitieron añadir al mundo moderno que ya
despuntaba una pequeña pieza del gran mosaico de la memoria, insignificante en sí misma
pero importante como contraste frente a una tradición consagrada y triunfalista
que arrasa lo diferente y desprecia e ignora todo aquello que considera subalterno.
Después de entregar
a su amigo Niccoli la copia de Lucrecio, Poggio Bracciolini pasó en Inglaterra,
al servicio del cardenal Beaufort, los años «menos satisfactorios y productivos
de mi vida», según confesión propia. Desde 1423 residió en Roma, de nuevo en
funciones de secretario apostólico del papa. En esos años se enzarzó en
polémicas virulentas con Lorenzo Valla, en las que ambos se dedicaban insultos
ingeniosos y se reprochaban mutuamente gravísimos e inexcusables errores
gramaticales y anacolutos en sus escritos. Al final resultó que los dos se
tenían aprecio.
En 1434 Poggio tuvo
otro golpe de suerte o de habilidad. Encontró un manuscrito de Tito Livio cuya
venta fue tan sustanciosa que le permitió comprarse, junto a su Terranuova natal,
una villa que adornó con bustos de pensadores y escritores grecolatinos. Al año
siguiente, a los 56 de edad, casó con Vaggia (Selvaggia) dei Buondelmonti, una
muchacha de muy buena familia y tan solo 18 años, que le daría una intensa
felicidad conyugal y cinco hijos. (Él ya
había tenido algunos otros con una amante, Lucia Pannelli.) Escribió en ese
plácido entorno conyugal un tratado sobre la infelicidad de los príncipes y
otro sobre las dichas que aguardan a quien contrae matrimonio en la vejez. En
1453 entró en política, algo que siempre había procurado evitar, y fue elegido
canciller de Florencia, un cargo de enorme prestigio, no mucho trabajo (los
Medici eran quienes cortaban el bacalao) y espléndidamente remunerado. Se
excusó de hacerlo alegando que tenía muchas bocas que mantener en su casa.
Vaggia falleció en
enero de 1459, y puede que el golpe superara la capacidad de resistencia de un Poggio
ya casi octogenario, que falleció en Terranuova, rodeado por sus cinco hijos,
el 30 de octubre del mismo año.