Brauron, próxima al
estuario por el que desemboca el río Erasino en la costa este del Ática, frente
a la isla de Eubea, es un yacimiento arqueológico al alcance de la mano desde
Atenas, pero algo difícil de encontrar. Las guías turísticas al uso no suelen
incluirlo en sus tours, y el acceso se realiza a través de carreteras
secundarias no demasiado bien señalizadas. Una vez llegados al destino correcto
las dificultades, en todo caso, se dan por bien empleadas.
Brauron acogió en
la antigüedad uno de los santuarios más importantes del Ática, dedicado a la
diosa Ártemis y ligado a la leyenda de Ifigenia.
Ártemis era hija de
Zeus y de Leto, y hermana gemela de Apolo. Su gran afición era la caza; su
tirria más señalada, ciertas costumbres arraigadas de los varones, en
particular las solicitaciones amorosas demasiado explícitas, con ánimo
manifiesto de forzar su pudor. También se ofendía si un mortal la veía desnuda.
Se la suele representar vistiendo una túnica con la falda plisada recogida
hasta las rodillas, bien calzada y mejor peinada, con los cabellos recogidos en
moños fantasiosos, y en actitud de correr. Completan esta imagen muy sport el arco en la mano, la aljaba de
las flechas al hombro y los lebreles agrupados a su alrededor.
No hay, que yo
sepa, estatuas clásicas que representen a Ártemis sin ropa. La parroquia
helénica le tenía un gran respeto. La moda en cuestión llegó mucho después, en
el siglo XVI, cuando se dio la coincidencia de que la favorita del rey francés
llevaba el nombre latino de la diosa, Diana (de Poitiers), y un batallón de
artistas de la corte de Fontainebleau se dedicaron a frivolizar la mitología
con una pintura “de seins et de culs”
en tonos pastel rosados, nacarados y azul celeste.
Mejor olvidarlo. La
Ártemis clásica encontró según la leyenda el receptáculo merecedor de su ira
divina en Acteón, un cazador renombrado que no solo se jactó en la taberna de haberla
visto desnuda cuando se refrescaba en una fuente, sino que alardeó en público de
que era mejor que ella en el ejercicio de la caza y muy capaz de pasársela por
la piedra en más de un sentido. Ártemis lo convirtió en ciervo y azuzó contra
él a la numerosa jauría (cincuenta perros, según detallan los autores) del
propio Acteón, que lo acosaron, le dieron muerte a mordiscos y lo despedazaron sin
piedad hasta dejarlo reducido a piltrafas.
Con la misma
vehemencia reaccionó Ártemis al saber que la hija núbil de Agamenón, Ifigenia,
iba a ser sacrificada por un tropel de varones hirsutos con el socorrido
pretexto de que tal era la condición puesta por los dioses para hacer soplar
vientos favorables que condujeran a Troya a la flota de los aqueos. Ni corta ni
perezosa se apoderó de una cierva, dio el cambiazo con la víctima sacrificial,
se llevó a Ifigenia a su santuario de Táuride y la convirtió en su sacerdotisa.
Más tarde Orestes fue reconocido por su hermana en un trance apurado (ella era
la encargada de sacrificarlo a él) y la diosa les permitió huir juntos con el encargo
de que llevaran su imagen sagrada al Ática y la colocaran en un nuevo templo,
en Brauron.
Ártemis no era solo
la diosa de la caza; también de los partos, de los recién nacidos y de las
madres en trance de parir; y la del arte de tejer. En Brauron funcionó además
una especie de internado para niñas en el que se las educaba para ser útiles en
su momento a sus conciudadanos, con diversas habilidades. Por su parte,
Ifigenia permaneció en Brauron hasta su muerte y fue enterrada allí y venerada como
mediadora eficaz entre el mundo exterior y el de ultratumba. El yacimiento
arqueológico, que incluye restos del templo de Ártemis, de la tumba y el memorial
de Ifigenia, y de un pórtico con columnas bastante bien conservado, fue abierto
al público en 2014, después de trabajos de restauración y limpieza bastante
complicados por el hecho de que el estuario del río ha quedado cegado al paso
de los siglos, y es necesario mantener una bomba de achique funcionando sin parar
para que el suelo no se inunde.
La pluralidad de atribuciones
relacionadas con Ártemis e Ifigenia hace que el museo arqueológico de Brauron ofrezca
una variedad muy agradable de muestras de diversos cultos entrelazados. Hay estatuas-exvotos
de madres y de hijos que fueron auxiliados por la diosa en un parto difícil; las
madres aparecen con la cabeza velada, los niños llevan en las manos ofrendas a
la diosa consistentes en pequeños animales vivos, como palomas o conejos. Hay
también estelas conmemorativas de familias enteras alineadas delante de Ártemis
con un toro que conducen al sacrificio, y estelas de muertos que se recomiendan
a Ifigenia para una vida más confortable en el ultramundo. Los vestidos de las
madres que morían al dar a luz eran entregados para el culto de la diosa; otras
ofrendas expuestas son utensilios de tejedoras, pomos de ungüentos y
estatuillas-amuletos que representan normalmente, bien a la propia Ártemis, o bien
a korés (muchachas) dedicadas a su
servicio. En conjunto, el muestrario iconográfico tiene un tono íntimo y relajante,
y yo aseguraría que resiste la comparación con las leyendas de fieras batallas
de héroes, gigantes y centauros inscritas, por ejemplo, en los mármoles del
Partenón. Sin que pretenda con ello desmerecer a Fidias.