Confirmo desde ya
mi asistencia – salvo impedimento de fuerza mayor – el 18 de febrero al acontecimiento
singular que José Luis López Bulla anuncia en su
blog: un diálogo entre un filósofo y un sindicalista en torno al tema del trabajo.
Ocurrirá tal cosa en el Speaker’s Corner del Museu d'Història de Catalunya, que
desde el pasado noviembre acoge una exposición nada convencional dedicada a los
cincuenta años cumplidos por la Comissió Obrera Nacional de Catalunya como
protagonista destacada de la historia social catalana.
El sindicalista
será el propio López Bulla; el filósofo, Víctor Gómez
Pin. Adjunta José Luis en su “borrador” de presentación una cita ilustrativa
de uno de los últimos trabajos de Víctor. Transcribo la frase clave de dicha
cita: «Es simplemente insoportable que
la polaridad entre trabajo embrutecedor y pavor a perder tal vínculo esclavo se
haya convertido en el problema subjetivo esencial, en el problema mayor de la
existencia. El
tiránico orden social que posibilita tal cosa no es in-humano (sólo los humanos
son susceptibles de forjar prisiones físicas o espirituales) sino literalmente des-humanizador, una máquina para impedir que los humanos
seamos cabalmente tales.»
La frase ofrece en pocas líneas muchas
sugerencias para un diálogo de fondo. A la espera de lo que nos digan sobre el
tema los dos calificados ponentes, me atrevo a dar dos pespuntes sobre la
relación entre «trabajo» y «humanización».
El trabajo humano ha sufrido una campaña sistemática
de desprestigio. Todo empezó con la maldición de Yahvé, «Ganarás el pan con el
sudor de tu frente», en el primer libro de la Biblia, el Génesis, o sea el
comienzo de todo. Desde la elevación de aquel texto a la categoría de sagrado,
de inspirado por Dios mismo, se ha considerado al trabajo como un azote, algo
de lo que la humanidad debería liberarse.
En la misma línea parece ir Gómez Pin al
hablar de «trabajo embrutecedor». Pero no es así. Hay un trabajo embrutecedor,
en efecto, pero también hay otro.
El sociólogo Guy
Standing (que también ha hablado recientemente en el Speaker’s Corner) establece en su reciente libro Precariado. Carta de derechos, una
distinción que apoya en una sutileza de la lengua inglesa. A saber, el trabajo
en su sentido genérico (work) expresa
algo que se construye, que se crea (incluso gozosamente); el ingrato trabajo por
cuenta ajena (labour) alude a una
fatiga, un esfuerzo, como en Love’s
Labour’s Lost, los trabajos de amor perdidos de la comedia de William Shakespeare.
En el primer sentido, el trabajo es una
prerrogativa humana; la modificación de la naturaleza en su provecho. Ninguna otra
especie animal o vegetal trabaja en el sentido del work, salvo fenómenos muy puntuales. En el sentido del labour, el hombre ha domesticado a
muchas especies animales y las ha explotado poniéndolas a su servicio: el mulo
de carga, el perro que levanta la caza, el buey que ara.
También los hombres (me refiero tanto a varones
como mujeres, y conviene señalar que la historia de unos y otras no ha sido ni
mucho menos igual) han sido explotados y des-humanizados por otros hombres que
los utilizaban y los obligaban a laborar, de muy distintas maneras, en su
provecho. Todo arranca de la funesta invención de la propiedad privada, que Karl Marx consideró como una aberración, simple y
llanamente. (Yo estoy con él al cien por cien. Soy comunista, dicho queda sin la
menor intención de ofender a nadie.) La institución de la propiedad privada de
los medios de producción desvirtuó el sentido del trabajo-work, que es algo que debería hacerse de forma natural y
compartida, sin ánimo de lucro, en provecho del común, e instauró el trabajo-labour como fuente de lucro privado y
como constatación de un dominio omnímodo del propietario sobre el sometido, el
esclavo, tratado como un animal o como una simple cosa desprovista de todo
derecho y de toda dignidad.
A partir de ese inmenso error primigenio, de
ese auténtico pecado original, la historia de la humanidad se ha convertido en
historia de la humanización; de la devolución progresiva al género humano, a los
hombres y a las mujeres, de la libertad y la igualdad que les corresponde ontológicamente;
y de la construcción de toda una panoplia de derechos reconocidos que derivan de
su dignidad imprescriptible.
El trabajo ha sido la herramienta insustituible
de esa ascensión de la humanidad hacia sí misma: la conexión palpable del varón
y la mujer con la naturaleza por un lado, y con la sociedad en la que se
integran, por otro. El grado de autoconciencia humana se calibra por el reconocimiento
del trabajo en tanto que útil para el común, y progresa a medida que el labour o trabajo-fatiga va transformándose
en work, trabajo libre, acto voluntario
de creación.
Nos encontramos en un repliegue de la
historia, en un momento de descenso generalizado en la valoración del trabajo;
por tanto, de auge de la barbarie. Con el telón de fondo del taylorismo como
«organización científica de la producción» y de la “brillante” idea del obrero
como gorila amaestrado que repite mecánicamente un mismo gesto y no necesita
pensar – al contrario, preferible que no piense –, se ha llegado a un estadio
de la producción nuevo en el que se promueven formas de trabajo fragmentadas,
incoherentes, dispersas en el tiempo y en el espacio y realizadas por sujetos kleenex, aptos para usar y tirar, sin
que su participación en la producción suponga no ya una remuneración más o
menos proporcional al valor creado, sino ni siquiera la generación de derechos
sociales ni cívicos ni una protección adecuada contra los riesgos que asumen en
su trabajo y en su vida. Para no referirme a la arbitrariedad suprema con la
que se da y se quita el trabajo a quien no lo puede elegir ni rechazar, porque su
existencia y la de los suyos depende de ese vínculo incierto.
Y la razón de todo ello no es que el trabajo escasee;
hoy se trabaja en el mundo más que nunca, pero en un entorno globalizado en el
que las desigualdades, cultivadas con esmero, permiten seleccionar una mano de
obra forzada prácticamente a aceptar condiciones abyectas.
Eso es trabajo «embrutecedor». Eso es «des-humanizador».
Y eso es lo que viene a resultarnos «simplemente insoportable».