Fiel a su alma de
pequeño Nicolás que lo lleva a “estar” en todos los escenarios importantes pero
sin hacer notar demasiado su presencia, don Mariano
Rajoy corrió a París a hacerse un selfie con los líderes del
antiterrorismo mundial, y luego voló a Atenas para contribuir a la campaña
electoral en curso.
Este último caso es
distinto, me dirán ustedes. En Atenas, Rajoy hizo un discurso. De acuerdo. Es
distinto, pero no mucho. A fin de cuentas su discurso griego ha pasado inadvertido
para todos, por lo menos en Grecia.
Y ha sido una lástima,
porque don Mariano se superó a sí mismo en lo que se refiere a las dotes de
orador que le conocíamos hasta la fecha. Tomó como modelo el esquema del bien
conocido sermón de la Montaña, y cabe afirmar que aventajó al mismísimo Jesucristo
en varios largos.
Se dirigió, como su
ilustre predecesor, a los pobres de espíritu, a los mansos, a los que sufren
hambre y sed, a los limpios de corazón y de bolsillo. Pero no les prometió ni
bienaventuranzas, ni mucho menos el reino de los cielos (¿les suena de algo la
consigna de asaltar los cielos?) Por el contrario, les reprendió haciéndoles ver
que quien promete cosas imposibles de cumplir lo único que consigue es crear
frustración (¿una manera subliminal de sugerir que el Mesías fue un
criptosimpatizante de Podemos?) Recomendó en consecuencia al pueblo griego conformidad,
sensatez, moderación, espíritu de sacrificio, paciencia y buen ánimo, porque
por mucho que caigan chuzos de punta siempre acaba por escampar. Tuvo el
presidente del gobierno español la elocuencia que otras veces le ha faltado.
Estuvo inspirado, casi perfecto. Quizás le faltó el punto de audacia necesario
para afirmar que para la hepatitis C no hay mejor remedio que las cataplasmas
de mostaza que preparaba su abuela; pero reprochárselo sería de pejigueras.
Y aquí planteo el
curioso enigma que se desprende de ese portentoso sermón de contra bienaventuranzas. Lo
llamaré el “enigma de las preposiciones”. No cabe duda de que Rajoy habló en la
ocasión junto a Andonis Samarás, el presidente conservador griego.
Pero, ¿habló a favor de, o bien en contra de Samarás? Cabe concluir que
existen argumentos suficientes para sostener cualquiera de las dos hipótesis.
Dejo la resolución del enigma a la opinión acreditada de analistas y
politólogos, pero mis esperanzas de que lleguen entre todos a una conclusión
inequívoca son bastante escasas. No puede descartarse de la retranca de un estadista de la talla de nuestro presidente que en semejante dilema se haya apuntado a las dos posibilidades al mismo tiempo. Si a fin de cuentas gana Samarás, podrá afirmar: «Gracias a mí». Y si pierde: «Yo ya se lo predije.»