Se ha abierto un
foro de discusión sobre el sindicato hoy, de un gran interés, a partir de un
escrito-manifiesto de un grupo de catedráticos y profesores de Derecho del
Trabajo de la Universidad Autónoma de Madrid (1). Me parece positivo el debate,
y también la idea de una refundación o reconstrucción del sindicato a partir de
las nuevas condiciones tecnológicas, políticas y laborales en las que nos
movemos. Cómo no. Si consideramos obsoletos y estamos reivindicando cambios profundos
en la Constitución y en el Estatuto de los Trabajadores, ¿por qué habríamos de
hacer excepción con los Estatutos de los sindicatos, y declararlos intocables?
Ocurre, sin
embargo, que la idea de conjunto que se tiene sobre el sindicato desde la
sociedad adolece de desenfoques graves. En opinión de unos, los sindicatos son
una rémora para una concertación social moderna y ágil; otros, en cambio, sostienen
que son unos paniaguados que dicen amén a todo lo que se les propone. Cabe
sospechar que unos y otros exageran.
Los/las aludidos/as
profesores/as laboralistas señalan en su escrito que la representatividad
sindical es muy escasa, con una afiliación que no supera el 5%. Ayer, al hilo
de una charla en el Museu d’Història de Catalunya sobre los derechos y la forma
de activarlos, se esgrimió el reproche de que los sindicatos solo se ocupan de
sus afiliados.
Pues no. Ni una
cosa ni la otra. Medir la representatividad del sindicato por su afiliación,
habida cuenta de las características del modelo sindical implantado en España,
es injusto. Afirmar que el sindicato solo se ocupa de sus afiliados, lo es mucho
más todavía. Nunca se ha dado tal situación en la España democrática. Siempre
los sindicatos han trabajado y se han movilizado para un conjunto asalariado
mucho más amplio que el que abarca su propia estructura.
Remontémonos a la
época en que todos los trabajadores pagábamos una cuota obligatoria (se nos
detraía del salario) a los sindicatos franquistas. El sindicalismo clandestino
que surgió entonces fue obra de una vanguardia restringida, una «resistencia
ordinaria» al franquismo (empleo la categoría acuñada por el historiador Javier Tébar) que se movía a partir del doble diapasón
de una crisis económica y laboral aguda, y del anhelo de libertades políticas.
Esos fueron los
orígenes. La consolidación de las centrales y su encaje en el ordenamiento
jurídico de la nueva democracia española fue una aventura costosa, de ninguna
forma un regalo. Lo que se hizo fue hecho a contracorriente de las presiones
insistentes de los poderes fácticos. Ahora algunos opinan que la transición fue
un cambalache en el que todos se pringaron igual; pero quienes mantienen tales
opiniones aún han de demostrar lo que saben hacer ellos, en política y en
sindicalismo.
El modelo sindical que
se adoptó, a partir ya de la ruptura de la unidad creada en el interior de las
fábricas, no fue el que muchos habríamos deseado. Y la institución de los
comités de empresa y delegados de personal fue la clave de bóveda de un sistema
binario en el que un grupo de trabajadores elegidos por sus compañeros representaba
a estos ante la dirección, y unas centrales “orientaban” desde fuera las
reivindicaciones en uno u otro sentido. Costó dios y ayuda que los sindicalistas
entraran en las fábricas. Se desanimó la afiliación, y se favoreció la figura
ideal de un trabajador “virgen” de influencias externas que votaba caso por
caso lo que consideraba más favorable, no para el conjunto asalariado, sino para
la plantilla o parte de la plantilla estable del recinto fabril en el que
prestaba sus servicios.
Se puede criticar al sindicato por haberse
acomodado en exceso a ese esquema de funcionamiento; por no haberse zafado a
tiempo de la trampa; por haber buscado el incremento de la afiliación a través
de la prestación de servicios que lo han aproximado a las funciones de una
gestoría y han diluido la esencia de la actividad sindical, la lucha por los derechos
(la activación y la construcción de nuevos derechos reconocibles y extensibles
a todo el pluriverso del trabajo), hasta metamorfosearla en casos extremos en
una beneficencia otorgada de forma más o menos gratuita a quienes la solicitan.
Como si se tratara de una mutua. En efecto, han sido muchos los trabajadores
que se han afiliado para resolver su problema personal, y una vez resuelto –
bien o mal –, han dejado de pagar la cuota.
Un renacimiento del
sindicalismo debería insistir (de nuevo, una vez más) en la importancia cabal
de la afiliación, y con ella de la participación, del control directo, de la
representación democrática ante las instituciones para conseguir más cosas,
porque juntos siempre es posible llegar más lejos. El sindicato no es una mutua
de seguros, no ofrece a sus abonados un servicio para quitarles una
preocupación de la cabeza. La afiliación es y debe ser activa, no pasiva. Activista,
incluso. Se está en el sindicato para “empoderarse”, para progresar individual
y colectivamente, para cambiar las cosas. Desde la conciencia altruista de que
las cosas cambiarán a mejor para todos, no solo para los afiliados.