Estoy leyendo con
pasión y con melancolía el libro de Stephen Greenblatt El giro (título original inglés, The Swerve. La edición española es de
Crítica, Barcelona 2014, y la traducción, de Juan Rabasseda y Teófilo de
Lozoya.) Lo leo con pasión, porque participo con intensidad de la historia que
se cuenta en él; con melancolía, porque desde mis ínfimos medios de erudición
hace ya algunos años pensé en la posibilidad de escribir alguna cosa sobre el
asunto, y el tal Greenblatt me ha pisado la idea sin remisión posible (su libro
ha sido premiado con el National Book Award de 2011 y el Pulitzer de 2012).
En sustancia, la
historia que se cuenta en El giro es
el hallazgo del libro olvidado de un autor latino olvidado, en una biblioteca
monacal alemana, a principios del siglo XV. Nada habríamos sabido los modernos
de Tito Lucrecio Caro de no ser por la increíble
suerte que acompañó las búsquedas de Gianfrancesco
Poggio Bracciolini, un humanista toscano hábil rastreador de códices
antiguos. Él encontró un manuscrito casi completo de la única obra conocida de
Lucrecio, el largo poema filosófico De
rerum natura, “Sobre la naturaleza de las cosas”. Poggio nunca aclaró en
qué lugar encontró aquel tesoro. Sin duda hubo de buscar un pretexto para poder
copiarlo a escondidas de un abad ceñudo que ignoraba la existencia del
manuscrito en sus anaqueles y jamás habría permitido la difusión de un texto
impío, ateo y deletéreo.
Greenblatt señala
Fulda y el invierno de 1417 como el lugar y el momento más verosímiles del
hallazgo; yo, por razones deductivas que no eruditas, me inclino por una fecha
más temprana, 1415, y un monasterio próximo a la ciudad imperial de Constanza,
donde aquel año tuvo lugar un concilio general al que Poggio acudió con el
cargo de secretario apostólico del papa Baldassare Cossa o Juan XXIII. A los
pocos meses de iniciado el concilio, Cossa fue destituido y encarcelado. Su
nombre fue borrado de la lista de los papas, lo que posibilitó que siglos más
tarde floreciera otro Juan XXIII, de grata memoria. Cossa no fue la única
víctima del celo de aquellos eclesiásticos eminentes: Juan Hus fue quemado en
la hoguera junto a las murallas de Constanza.
En cuanto a Poggio,
se quedó de un día para otro sin puesto de trabajo y sin salario. Fue entonces,
calculo, cuando decidió suplir la repentina sequía de su fuente de ingresos con
visitas a monasterios en los que rastrear la existencia de copias de obras
antiguas, más o menos olvidadas en el desorden de unas bibliotecas poco
frecuentadas, y de fácil venta en el mercado humanista de la Italia del norte.
Se sabe que estuvo en Sankt-Gallen, pero no fue allí donde encontró a Lucrecio
porque contamos con toda una relación de obras latinas allí depositadas, que hizo
copiar sin ningún impedimento ni oposición particular. De modo que el hallazgo tuvo
que ocurrir en otro lugar, posiblemente Weingarten o Reichenau (visité los dos
cenobios en un viaje a Constanza en busca de Poggio, el año 2011). La copia clandestina
de un manuscrito tan largo, seis libros, debió de llevarle bastante tiempo, aun
en el caso de que contara con un amanuense hábil que lo ayudara. En cualquier
caso, llevaba en sus alforjas una copia completa, el llamado Codex Poggianus, cuando regresó a
Florencia en 1417 y lo puso en manos de su amigo Niccolò Niccoli, que de
inmediato procedió a recopiarlo (Codex
Niccolaianus). La obra no causó inicialmente una gran sensación, pero se
difundió entre los círculos humanistas y ese hecho determinaría su suerte
posterior. La primera edición impresa (la imprenta acababa de ser inventada por
Gutenberg) la compuso Ferrante de Brescia, en 1471.
Lucrecio era por
entonces un perfecto desconocido. Poggio debió de quedar seducido por la fuerza
y la belleza de sus hexámetros y por la ambición del contenido; no por ninguna auctoritas conocida. Apenas se cita un
elogio reticente de Cicerón, en una carta a su hermano. No se tenían en el
siglo XV, y es la hora en que aún no se tienen, noticias ciertas de la vida del
autor, con la excepción de una breve nota de Jerónimo, padre de la iglesia, en De viris illustribus, en la que, tomando
como referencia a Suetonio (en una obra desaparecida), afirma que Lucrecio enloqueció
por haber bebido un filtro de amor, y escribió su poema en raros intervalos de
lucidez antes de poner fin a su vida.
No debieron de ser
tan raros los períodos de lucidez, de ser cierta la historia de Jerónimo y no
simple propaganda contra un adversario ideológico. Porque Lucrecio combate la
religión con energía: es un subterfugio para engañar la razón, un nudo que
aprisiona el alma. Así lo expresa cuando al principio del Libro Cuarto de su poema
emprende su propia apología: «magnis doceo
de rebus et artis / religionum animum nodis exsolvere pergo» (“enseño cosas
extraordinarias, y me esfuerzo en liberar el espíritu de los nudos prietos de
la religión”). Y en el Libro Primero, al concluir la Alabanza de su maestro
Epicuro, proclama con orgullo: «Porque
hemos vencido y puesto a nuestros pies la religión, y esa victoria nos ha alzado
hasta el cielo.»
Un hilo rojo conduce
desde Lucrecio, pasando por Poggio, hasta figuras tan señeras en la historia de
la ciencia y de las ideas como Michel de Montaigne, Giordano Bruno y Karl Marx.
Marx estudió a Epicuro y el epicureísmo, y cita directamente a Lucrecio en
varios pasajes de sus obras. Las célebres formulaciones del «opio del pueblo» y
el «asalto a los cielos» de la Comuna de París podrían ser ecos directos de la
obra del poeta latino.