miércoles, 21 de enero de 2015

EL ASALTO A LOS CIELOS DE TITO LUCRECIO


Estoy leyendo con pasión y con melancolía el libro de Stephen Greenblatt El giro (título original inglés, The Swerve. La edición española es de Crítica, Barcelona 2014, y la traducción, de Juan Rabasseda y Teófilo de Lozoya.) Lo leo con pasión, porque participo con intensidad de la historia que se cuenta en él; con melancolía, porque desde mis ínfimos medios de erudición hace ya algunos años pensé en la posibilidad de escribir alguna cosa sobre el asunto, y el tal Greenblatt me ha pisado la idea sin remisión posible (su libro ha sido premiado con el National Book Award de 2011 y el Pulitzer de 2012).
En sustancia, la historia que se cuenta en El giro es el hallazgo del libro olvidado de un autor latino olvidado, en una biblioteca monacal alemana, a principios del siglo XV. Nada habríamos sabido los modernos de Tito Lucrecio Caro de no ser por la increíble suerte que acompañó las búsquedas de Gianfrancesco Poggio Bracciolini, un humanista toscano hábil rastreador de códices antiguos. Él encontró un manuscrito casi completo de la única obra conocida de Lucrecio, el largo poema filosófico De rerum natura, “Sobre la naturaleza de las cosas”. Poggio nunca aclaró en qué lugar encontró aquel tesoro. Sin duda hubo de buscar un pretexto para poder copiarlo a escondidas de un abad ceñudo que ignoraba la existencia del manuscrito en sus anaqueles y jamás habría permitido la difusión de un texto impío, ateo y deletéreo.
Greenblatt señala Fulda y el invierno de 1417 como el lugar y el momento más verosímiles del hallazgo; yo, por razones deductivas que no eruditas, me inclino por una fecha más temprana, 1415, y un monasterio próximo a la ciudad imperial de Constanza, donde aquel año tuvo lugar un concilio general al que Poggio acudió con el cargo de secretario apostólico del papa Baldassare Cossa o Juan XXIII. A los pocos meses de iniciado el concilio, Cossa fue destituido y encarcelado. Su nombre fue borrado de la lista de los papas, lo que posibilitó que siglos más tarde floreciera otro Juan XXIII, de grata memoria. Cossa no fue la única víctima del celo de aquellos eclesiásticos eminentes: Juan Hus fue quemado en la hoguera junto a las murallas de Constanza.
En cuanto a Poggio, se quedó de un día para otro sin puesto de trabajo y sin salario. Fue entonces, calculo, cuando decidió suplir la repentina sequía de su fuente de ingresos con visitas a monasterios en los que rastrear la existencia de copias de obras antiguas, más o menos olvidadas en el desorden de unas bibliotecas poco frecuentadas, y de fácil venta en el mercado humanista de la Italia del norte. Se sabe que estuvo en Sankt-Gallen, pero no fue allí donde encontró a Lucrecio porque contamos con toda una relación de obras latinas allí depositadas, que hizo copiar sin ningún impedimento ni oposición particular. De modo que el hallazgo tuvo que ocurrir en otro lugar, posiblemente Weingarten o Reichenau (visité los dos cenobios en un viaje a Constanza en busca de Poggio, el año 2011). La copia clandestina de un manuscrito tan largo, seis libros, debió de llevarle bastante tiempo, aun en el caso de que contara con un amanuense hábil que lo ayudara. En cualquier caso, llevaba en sus alforjas una copia completa, el llamado Codex Poggianus, cuando regresó a Florencia en 1417 y lo puso en manos de su amigo Niccolò Niccoli, que de inmediato procedió a recopiarlo (Codex Niccolaianus). La obra no causó inicialmente una gran sensación, pero se difundió entre los círculos humanistas y ese hecho determinaría su suerte posterior. La primera edición impresa (la imprenta acababa de ser inventada por Gutenberg) la compuso Ferrante de Brescia, en 1471.
Lucrecio era por entonces un perfecto desconocido. Poggio debió de quedar seducido por la fuerza y la belleza de sus hexámetros y por la ambición del contenido; no por ninguna auctoritas conocida. Apenas se cita un elogio reticente de Cicerón, en una carta a su hermano. No se tenían en el siglo XV, y es la hora en que aún no se tienen, noticias ciertas de la vida del autor, con la excepción de una breve nota de Jerónimo, padre de la iglesia, en De viris illustribus, en la que, tomando como referencia a Suetonio (en una obra desaparecida), afirma que Lucrecio enloqueció por haber bebido un filtro de amor, y escribió su poema en raros intervalos de lucidez antes de poner fin a su vida.
No debieron de ser tan raros los períodos de lucidez, de ser cierta la historia de Jerónimo y no simple propaganda contra un adversario ideológico. Porque Lucrecio combate la religión con energía: es un subterfugio para engañar la razón, un nudo que aprisiona el alma. Así lo expresa cuando al principio del Libro Cuarto de su poema emprende su propia apología: «magnis doceo de rebus et artis / religionum animum nodis exsolvere pergo» (“enseño cosas extraordinarias, y me esfuerzo en liberar el espíritu de los nudos prietos de la religión”). Y en el Libro Primero, al concluir la Alabanza de su maestro Epicuro, proclama con orgullo: «Porque hemos vencido y puesto a nuestros pies la religión, y esa victoria nos ha alzado hasta el cielo.»
Un hilo rojo conduce desde Lucrecio, pasando por Poggio, hasta figuras tan señeras en la historia de la ciencia y de las ideas como Michel de Montaigne, Giordano Bruno y Karl Marx. Marx estudió a Epicuro y el epicureísmo, y cita directamente a Lucrecio en varios pasajes de sus obras. Las célebres formulaciones del «opio del pueblo» y el «asalto a los cielos» de la Comuna de París podrían ser ecos directos de la obra del poeta latino.