Las medidas
cautelares tomadas por el juez Llarena están sin la menor duda ajustadas a
derecho. No faltaba más. Sin embargo, las valoraciones que añade al auto de
prisión me parecen enfáticas en exceso. Entiendo que no es riguroso comparar el
1-O con el 23-F. Este último fue un intento de vuelta atrás urdido en los
cuarteles; el 1-O, un acto de desobediencia deliberada a la legalidad
instituida, a partir de la lógica fantasiosa de que los votos de que se
disponía eran suficientes para el caso, y de que el concierto de las naciones
respaldaría sin fisuras algo concebido al modo de un “movimiento de liberación”,
dicho entre comillas muy grandes y muy visibles.
El tema no va a
acabar aquí, y el juez Llarena debería haber sido el primero en saberlo, de
haber levantado solo unos instantes la cabeza de los códigos y los legajos que
tiene extendidos encima de su escritorio, para asomarse a la realidad de lo que
pasa en la calle.
Otro que debería
haber sido el primero en saberlo, dicho sea de pasada, es nuestro presidente del
gobierno, de cuyo nombre no quiero acordarme porque no me da la gana. Su
alucinante inmovilidad en este tema como en otros merece una mención en el
libro Guinness de los récords. Su insensibilidad pasará a las canciones de
gesta del día de pasado mañana. Entrará en la leyenda como “el presidente que
nunca existió”. Será uno de los (ir)responsables principales de la deriva que
ahora va a tomar el conflicto catalán, cuando la “desafección” anunciada hace
años por Montilla se va convirtiendo aceleradamente en odio negro y retinto.
El maestro Josep
Ramoneda ha definido la situación de Cataluña en elpais (1) como de
enquistamiento y gangrena, debido a la «suma y confluencia de
irresponsabilidades sin fin». Urge en su artículo a buscar una solución en dos
tiempos: primero, encontrar una salida al callejón sin salida institucional,
conformando un gobierno libre de trabas judiciales y lo más representativo posible de la pluralidad existente; segundo, emprender una negociación con
el Estado en sentido amplio, hoy por hoy imposible. El sentido de esa
negociación sería el tantas veces publicitado de “recoser” los desgarrones y “resanar”
las heridas, para establecer puntos de partida nuevos en los que la autonomía y
la cooperación entre Cataluña (como parte) y España (como todo) se complementen y se equilibren.
Tanto en el
gobierno posibilista que se forme, como en la negociación posterior, deberían
tener voz todas las posiciones y las sensibilidades en presencia; no unas sí y
otras no, como para su desgracia han intentado los protagonistas pasivos del
auto del juez Llarena. Es precisamente en ese punto donde radica el delito que
se niegan a reconocer, disfrazándolo de libertad de expresión.
Libertad de
expresión para ellos, derecho a decidir solo de ellos. No hay que olvidarlo en
estos momentos de “martirio” que inducen a la compasión. Marta Rovira llegó a
pedir a las voces opositoras en el Parlament que mejor se callaran si iban a
poner trabas al avance hacia la independencia. No es una actitud ejemplar.
Tampoco lo es su fuga a Suiza, por mucho que vaya acompañada de pucheritos
sobre su deber de madre.
Son cuestiones, en
todo caso, sobre las que conviene meditar antes de ejercer el derecho a
decidir. Quien decide está obligado a saber que su decisión tiene
consecuencias, y no solo para sí mismo sino además para otras personas.