Mi primera reacción
a los resultados de las elecciones italianas ha sido que yo ya lo sabía de
antes. No pretendo presumir de profeta: no sabía las performances ni los
porcentajes; la tendencia general, sin embargo, estaba clara. Ya había ocurrido
algo parecido antes en Francia y en Alemania, con la contención debida a que
ambos países cuentan con diques sólidos, sistemas equilibrados de esclusas y
mecanismos de frenado eficientes. En Italia, como sucedió también en Estados
Unidos en su día, se ha producido un desparrame total. Un desparrame total anunciado,
apostillo. En España (incluida Cataluña, que algunos, tanto en un lado como en
el otro de la trinchera, consideran como una cosa aparte, una rareza; y no lo
es) está ocurriendo lo mismo desde hace unos años, aunque de otra manera. Aquí se
da un votante tipo que sostiene el statu quo, bien sea centralista o
separatista, porque no cree en nada, nada le provoca y todo le indigna. Lo ha
dicho recientemente el historiador Paul Preston: los españoles tenemos respecto
del poder un fondo inagotable de cinismo. Convencidas de que todos los que
vengan van a ser más de lo mismo, amplias capas de votantes enfurecidos siguen votando una
y otra vez a los mismos, o sea a quienes les enfurecen. Con el objeto de dar
por culo a quienes anuncian novedades. Que aprendan esos tales de una vez de
qué va la vaina.
Y luego, en la
época del GPS, los expertos siguen en el silencio de sus laboratorios
practicando la medición precisa de la paralaje del voto popular con un
astrolabio. El resultado es pura filfa: ha habido por medio una mutación de la
que no se ha tomado nota debida. Los partidos políticos ya no son el vehículo
de las expectativas y los deseos razonables de sus seguidores, sino acericos
que el voto airado elige de forma deliberada en cada momento para pinchar donde
más duele, con sus alfileres, el corazón del sistema. No es un voto de castigo
al que lo ha hecho mal, es un voto de odio universal a la puta que les parió a
todos.
La reconstrucción
de la política como arte de lo posible y como seducción de mayorías sociales
hacia un compromiso común, tendrá que tener en cuenta la situación límite en la
que nos vamos encontrando sucesivamente, país por país. Lo primero, no cabe
duda, debe ser devolver a la ciudadanía las expectativas, la certeza de que
existirá un futuro digno de ese nombre, y no una desesperación creciente porque
todo va a ir a peor.
A partir de ahí, la
ciudadanía podrá poco a poco volver a votar en función de las expectativas que
le resulten más preciadas, sus preferidas entre todas. Hoy por hoy, desde las
atalayas del establishment se espera
que la gente vote mierda por el mero hecho de que antes se le ha asegurado que No
Hay Alternativa.