martes, 6 de marzo de 2018

EL VOTO AIRADO


Mi primera reacción a los resultados de las elecciones italianas ha sido que yo ya lo sabía de antes. No pretendo presumir de profeta: no sabía las performances ni los porcentajes; la tendencia general, sin embargo, estaba clara. Ya había ocurrido algo parecido antes en Francia y en Alemania, con la contención debida a que ambos países cuentan con diques sólidos, sistemas equilibrados de esclusas y mecanismos de frenado eficientes. En Italia, como sucedió también en Estados Unidos en su día, se ha producido un desparrame total. Un desparrame total anunciado, apostillo. En España (incluida Cataluña, que algunos, tanto en un lado como en el otro de la trinchera, consideran como una cosa aparte, una rareza; y no lo es) está ocurriendo lo mismo desde hace unos años, aunque de otra manera. Aquí se da un votante tipo que sostiene el statu quo, bien sea centralista o separatista, porque no cree en nada, nada le provoca y todo le indigna. Lo ha dicho recientemente el historiador Paul Preston: los españoles tenemos respecto del poder un fondo inagotable de cinismo. Convencidas de que todos los que vengan van a ser más de lo mismo, amplias capas de votantes enfurecidos siguen votando una y otra vez a los mismos, o sea a quienes les enfurecen. Con el objeto de dar por culo a quienes anuncian novedades. Que aprendan esos tales de una vez de qué va la vaina.
Y luego, en la época del GPS, los expertos siguen en el silencio de sus laboratorios practicando la medición precisa de la paralaje del voto popular con un astrolabio. El resultado es pura filfa: ha habido por medio una mutación de la que no se ha tomado nota debida. Los partidos políticos ya no son el vehículo de las expectativas y los deseos razonables de sus seguidores, sino acericos que el voto airado elige de forma deliberada en cada momento para pinchar donde más duele, con sus alfileres, el corazón del sistema. No es un voto de castigo al que lo ha hecho mal, es un voto de odio universal a la puta que les parió a todos.
La reconstrucción de la política como arte de lo posible y como seducción de mayorías sociales hacia un compromiso común, tendrá que tener en cuenta la situación límite en la que nos vamos encontrando sucesivamente, país por país. Lo primero, no cabe duda, debe ser devolver a la ciudadanía las expectativas, la certeza de que existirá un futuro digno de ese nombre, y no una desesperación creciente porque todo va a ir a peor.
A partir de ahí, la ciudadanía podrá poco a poco volver a votar en función de las expectativas que le resulten más preciadas, sus preferidas entre todas. Hoy por hoy, desde las atalayas del establishment se espera que la gente vote mierda por el mero hecho de que antes se le ha asegurado que No Hay Alternativa.