La idea de una
Cataluña independiente está volviendo poco a poco a sus orígenes históricos, es
decir al terreno de la antipolítica.
Ninguna sorpresa. Es
lo que corresponde, y dentro de esos límites se le puede augurar un largo
futuro. La sorpresa real fue que en un momento determinado, y por obra y gracia
de Artur I el Astuto, la idea abstracta prendiese en un proyecto político y fuera
planteada “en serio” al electorado, con un magnífico resultado, por cierto: cifras
consistentes de los sondeos de opinión revelan que el independentismo creció de
pronto, desde un 20% aproximadamente (gente mayoritariamente joven y pasota),
hasta un pico aproximado del 47%, con mayoría de gente de cierta edad y devota desde
siempre de la herencia catalanista de Jordi Pujol.
Al entrar en la
órbita de la política profesional, la idea primitiva de la independencia de
autoridades foráneas, más o menos definible como un “nosotros entre todos nos lo
haremos todo”, pasó a concretarse en la exigencia de un Estado propio.
Suena bien. Muriel
Casals expresó la ilusión de pintar un color más en el mapa ya
considerablemente variopinto de Europa. El juez Vidal redactó un esbozo de
constitución, que no se divulgó para no poner sobre la pista al enemigo. Oriol
Junqueras hizo solemne renuncia a crear un ejército porque Cataluña sería pacifista
o no sería. Nadie se preguntó qué es un Estado (propio o no), ni para qué
sirve.
Así le ha ido a la
política independentista. Mas se empeñó en crear “estructuras de Estado” pero
la cosa no parece haber llegado más allá del montaje precario de fotocopias de
embajadas en lugares más o menos propicios.
Todo el
planteamiento político se redujo a un “como si”. Como si no existiera ya un
Estado sólidamente implantado, o como si ese Estado existente no funcionara, o
fuera una estructura en el aire. Se eliminaron por arte de magia las
contradicciones y las dificultades, y se eligió como plantilla la política-ficción.
Algo que ahora Jordi Basté, promotor insistente hasta hace dos días de la buena
nueva en los medios de comunicación, define como una “aixecada de camisa”, una tomadura de pelo, por parte de la dirigencia
política del procès.
Con el reflujo de
la marea, el independentismo va volviendo a su lugar inicial, la antipolítica.
Todos los políticos son unos traidores, en potencia o en acto. Todos son
corruptos, mentirosos, venales, todos venderían por una prebenda a sus madres, incluidas
sus madres patrias.
Carles Puigdemont
se ha acomodado rápidamente a la nueva onda. Fue cabeza de las instituciones
cuando el Astuto dio su histórico paso a un lado, pero ahora se apunta al
nihilismo político desde su refugio en Waterloo. “¿Cómo puede la opinión de un juez
del Supremo valer más que la de dos millones de catalanes?”, se ha preguntado
ayer mismo. Buena pregunta. Pero convenía haber preguntado antes qué vale la
opinión de dos millones de catalanes cuando va directamente en contra de la de la
mayoría restante. Un juez no se representa a sí solo; es una institución, no un
simple individuo; y no emite una opinión, sino un dictamen en un conflicto que afecta
a una comunidad de personas, no a dos millones concretos y bien delimitados,
sino a muchos más que sostienen otras opiniones también atendibles.
Así funcionan las
cosas en democracia.