Los cumpliría,
mejor dicho, de no habernos dejado en 2007. Pero estamos en vísperas del centenario
de su nacimiento, ocurrido en Uppsala el día 14 de julio de 1918. Nos lo
recuerda en lavanguardia un artículo excelentemente documentado de Mauricio
Bach.
No es que la
circunstancia importe mucho ya en las fechas que corren, pero en su momento
Bergman representó en la España franquista-episcopal una apertura (tardía) a
otros climas culturales. Teníamos cerrados los accesos a la nouvelle vague francesa, los cineastas italianos
eran en bloque gravemente peligrosos para nuestras frágiles conciencias (Antonioni,
Bertolucci, Damiani y el peor de todos, el Fellini de “La dolce vita”), y la
nueva generación de jóvenes airados ingleses apenas si empezaba a rebullir.
Pero en el ámbito
de los jesuitas “aggiornados”, a quienes debemos tantos favores que hoy nos
cuesta reconocer, alguien visionó “El séptimo sello” y decidió que su mensaje
era positivo y profundamente cristiano.
La película fue un hit jaleado desde las instancias pre y
pos conciliares. Se llegó a rumorear que Bergman estaba en trance de conversión
al catolicismo, pero era solo fake news, tal
vez con la idea de aflojar de alguna manera el puño rígidamente apretado de la
censura clerical de Monseñor Morcillo (¿quién se acuerda aún de aquel premonitorio
antecesor de los Cañizares y Munillas de hoy?) El caso es que se estrenaron (con
cortes sustanciales) “El manantial de la doncella”, que contenía un milagro
divino a continuación de mucha violencia sexual y homicida explícita, y “Como
en un espejo”, que carecía de cualquier apoyatura religiosa en su argumento,
pero por lo menos tenía un título bíblico.
En la misma onda
vimos obras bergmanianas como “Fresas salvajes” y “El rostro”, que a mí me
gustaron mucho. Llegaban con varios años de retraso, y justo antes del
estallido de los planes de desarrollo y del cine de destape, que “normalizaría”
nuestra cultura cinematográfica con arreglo a estándares europeos, por lo menos
en lo referente a ombligos y fugaces visiones de tetas al aire.
Ingmar Bergman
siguió creando películas, que fueron puntualmente estrenadas en nuestras
latitudes, por lo general con muy escasa afluencia de público. Muchos años
después y en una coyuntura muy diferente Hollywood rindió un homenaje al viejo
maestro al premiar “Fanny y Alexander”, el larguísimo-metraje con el que el
sueco se despidió de tantas cosas. Para la ocasión, el público volvió a acudir
a las salas a despedirse de él. Siempre he sospechado que aquel revival se debió, más que a la capacidad
de seducción de sus imágenes, al hecho de que Bergman se había convertido para
entonces, desde el enfoque de la Reaganomics, en mártir oficial del execrado estado del
bienestar. En 1976 la policía de Estocolmo había irrumpido en el teatro
Dramaten en pleno ensayo, para llevárselo detenido como imputado por evasión
fiscal. Después del sofoco padecido, Bergman se exilió.
La izquierda sueca lo
aborreció por su falta de compromiso con la socialdemocracia; pude comprobarlo en
persona durante mi verano sueco, el año siguiente. Pero el viejo maestro no
era otra cosa, como tantos artistas (Woody Allen, que por lo menos en alguna de sus
facetas ejerció de discípulo de Bergman, es el nombre que me salta de inmediato
a la memoria), que un individualista empecinado que perseguía su
propio sueño al margen por completo de los problemas de la corrección política.
Por tantas cosas, el
centenario Ingmar Bergman merece nuestro recuerdo.