domingo, 11 de marzo de 2018

INGMAR BERGMAN CUMPLE CIEN AÑOS


Los cumpliría, mejor dicho, de no habernos dejado en 2007. Pero estamos en vísperas del centenario de su nacimiento, ocurrido en Uppsala el día 14 de julio de 1918. Nos lo recuerda en lavanguardia un artículo excelentemente documentado de Mauricio Bach.
No es que la circunstancia importe mucho ya en las fechas que corren, pero en su momento Bergman representó en la España franquista-episcopal una apertura (tardía) a otros climas culturales. Teníamos cerrados los accesos a la nouvelle vague francesa, los cineastas italianos eran en bloque gravemente peligrosos para nuestras frágiles conciencias (Antonioni, Bertolucci, Damiani y el peor de todos, el Fellini de “La dolce vita”), y la nueva generación de jóvenes airados ingleses apenas si empezaba a rebullir.
Pero en el ámbito de los jesuitas “aggiornados”, a quienes debemos tantos favores que hoy nos cuesta reconocer, alguien visionó “El séptimo sello” y decidió que su mensaje era positivo y profundamente cristiano.
La película fue un hit jaleado desde las instancias pre y pos conciliares. Se llegó a rumorear que Bergman estaba en trance de conversión al catolicismo, pero era solo fake news, tal vez con la idea de aflojar de alguna manera el puño rígidamente apretado de la censura clerical de Monseñor Morcillo (¿quién se acuerda aún de aquel premonitorio antecesor de los Cañizares y Munillas de hoy?) El caso es que se estrenaron (con cortes sustanciales) “El manantial de la doncella”, que contenía un milagro divino a continuación de mucha violencia sexual y homicida explícita, y “Como en un espejo”, que carecía de cualquier apoyatura religiosa en su argumento, pero por lo menos tenía un título bíblico.
En la misma onda vimos obras bergmanianas como “Fresas salvajes” y “El rostro”, que a mí me gustaron mucho. Llegaban con varios años de retraso, y justo antes del estallido de los planes de desarrollo y del cine de destape, que “normalizaría” nuestra cultura cinematográfica con arreglo a estándares europeos, por lo menos en lo referente a ombligos y fugaces visiones de tetas al aire.
Ingmar Bergman siguió creando películas, que fueron puntualmente estrenadas en nuestras latitudes, por lo general con muy escasa afluencia de público. Muchos años después y en una coyuntura muy diferente Hollywood rindió un homenaje al viejo maestro al premiar “Fanny y Alexander”, el larguísimo-metraje con el que el sueco se despidió de tantas cosas. Para la ocasión, el público volvió a acudir a las salas a despedirse de él. Siempre he sospechado que aquel revival se debió, más que a la capacidad de seducción de sus imágenes, al hecho de que Bergman se había convertido para entonces, desde el enfoque de la Reaganomics, en mártir oficial del execrado estado del bienestar. En 1976 la policía de Estocolmo había irrumpido en el teatro Dramaten en pleno ensayo, para llevárselo detenido como imputado por evasión fiscal. Después del sofoco padecido, Bergman se exilió.
La izquierda sueca lo aborreció por su falta de compromiso con la socialdemocracia; pude comprobarlo en persona durante mi verano sueco, el año siguiente. Pero el viejo maestro no era otra cosa, como tantos artistas (Woody Allen, que por lo menos en alguna de sus facetas ejerció de discípulo de Bergman, es el nombre que me salta de inmediato a la memoria), que un individualista empecinado que perseguía su propio sueño al margen por completo de los problemas de la corrección política.
Por tantas cosas, el centenario Ingmar Bergman merece nuestro recuerdo.