Ayer discurseaba en
estas mismas páginas sobre la felicidad “común” (el adjetivo es importante) como posible
objetivo de la política. Lo cierto es que el mismo concepto, bajo una
etiqueta distinta, caracterizó no hace tantos años a un tipo de Estado empeñado
no solo en la creación de riqueza sino además en su distribución más o menos
equitativa, a fin de asegurar a todas/os una porción siquiera mínima del
pastel. Me refiero, claro, al Estado del bienestar.
Fueron las
escandaleras de los “liberales” sobre la ineficiencia de la beneficencia lo que
torció el rumbo de las sociedades más avanzadas del siglo XX y señaló el
crecimiento como objetivo único y supremo, con el argumento de que la
distribución vendría luego por añadidura, sin necesidad de que el Estado se
ocupase del tema, gracias a la sabiduría definitiva de los algoritmos que rigen la actividad de los
mercados.
No hubo más
noticias de tales algoritmos, pero después aún se dio otra vuelta de tuerca, al
prohibirse al Estado (mediante añadidura de un artículo en las constituciones) endeudarse
más allá de unos topes fijados de modo más o menos artificioso por autoridades
transnacionales autoestablecidas al efecto. Y finalmente, se viene a sostener que el Estado no
sirve en realidad para nada en los temas económicos, y su única utilidad se
concentra en las prerrogativas de la defensa y el orden público, que por sí
solas justifican la recaudación de unos impuestos laxos con las grandes
fortunas, que son las que garantizan el crecimiento económico, y más severos
con el conglomerado de individuos que pululan en un entorno que ya no se llama
sociedad porque no se da valor a los elementos capaces de dar cohesión interna,
de “asociar”, a tales individuos en objetivos comunes. Lo “común” desaparece en
esa visión ante lo privativo: “lo mío es mío y de nadie más”.
La llamada pirámide
social, en consecuencia, se tambalea; no hay sillares que la sostengan erguida
y los ladrillos sueltos, desprovistos de todo cemento, se descolocan y caen
arrastrándose los unos a los otros en virtud de la única ley subsistente, la de la
gravedad.
Todo se desmorona. Y las nuevas
desigualdades, que crecen en proporción geométrica, son causa directa de una
infelicidad común que con más y más frecuencia sale a las calles a expresarse,
y que únicamente recibe la atención ocasional de las brigadas antidisturbios.
A la espera de una
reconstrucción coherente de la sociedad dispersa por el temporal del
liberalismo, la renta básica de ciudadanía (u otro concepto equivalente) puede
tener efectos beneficiosos de amortiguador de sufrimientos inaceptables, al situarse
en la encrucijada crítica entre el objetivo del crecimiento y el del bienestar.
No es “la”
solución, pero marca un camino por el que el crecimiento no debe servir solo al
egoísmo, sino al bienestar común. No estimula la pereza, puesto que el trabajo
sigue siendo un bien escaso y deseable. Puede tener, de otra parte, efectos
beneficiosos en relación con ofertas de empleo leoninas, literalmente indecentes, que serían susceptibles
de rechazo por quienes ahora se ven obligados a padecerlas por puro instinto de
supervivencia. Y finalmente favorece el acceso al consumo, el cual es un derecho imprescindible
de ciudadanía; pero no estimula, es obvio, el consumismo desatado.
Por encima de
cualquier otra consideración, la renta mínima es necesaria para volver a
engranar los dos objetivos hoy disociados del Estado como ente económico: el
crecimiento de la riqueza y el bienestar de las personas.