miércoles, 28 de marzo de 2018

LA RENTA DE CIUDADANÍA EN LA ENCRUCIJADA


Ayer discurseaba en estas mismas páginas sobre la felicidad “común” (el adjetivo es importante) como posible objetivo de la política. Lo cierto es que el mismo concepto, bajo una etiqueta distinta, caracterizó no hace tantos años a un tipo de Estado empeñado no solo en la creación de riqueza sino además en su distribución más o menos equitativa, a fin de asegurar a todas/os una porción siquiera mínima del pastel. Me refiero, claro, al Estado del bienestar.
Fueron las escandaleras de los “liberales” sobre la ineficiencia de la beneficencia lo que torció el rumbo de las sociedades más avanzadas del siglo XX y señaló el crecimiento como objetivo único y supremo, con el argumento de que la distribución vendría luego por añadidura, sin necesidad de que el Estado se ocupase del tema, gracias a la sabiduría definitiva de los algoritmos que rigen la actividad de los mercados.
No hubo más noticias de tales algoritmos, pero después aún se dio otra vuelta de tuerca, al prohibirse al Estado (mediante añadidura de un artículo en las constituciones) endeudarse más allá de unos topes fijados de modo más o menos artificioso por autoridades transnacionales autoestablecidas al efecto. Y finalmente, se viene a sostener que el Estado no sirve en realidad para nada en los temas económicos, y su única utilidad se concentra en las prerrogativas de la defensa y el orden público, que por sí solas justifican la recaudación de unos impuestos laxos con las grandes fortunas, que son las que garantizan el crecimiento económico, y más severos con el conglomerado de individuos que pululan en un entorno que ya no se llama sociedad porque no se da valor a los elementos capaces de dar cohesión interna, de “asociar”, a tales individuos en objetivos comunes. Lo “común” desaparece en esa visión ante lo privativo: “lo mío es mío y de nadie más”.
La llamada pirámide social, en consecuencia, se tambalea; no hay sillares que la sostengan erguida y los ladrillos sueltos, desprovistos de todo cemento, se descolocan y caen arrastrándose los unos a los otros en virtud de la única ley subsistente, la de la gravedad.
Todo se desmorona. Y las nuevas desigualdades, que crecen en proporción geométrica, son causa directa de una infelicidad común que con más y más frecuencia sale a las calles a expresarse, y que únicamente recibe la atención ocasional de las brigadas antidisturbios.
A la espera de una reconstrucción coherente de la sociedad dispersa por el temporal del liberalismo, la renta básica de ciudadanía (u otro concepto equivalente) puede tener efectos beneficiosos de amortiguador de sufrimientos inaceptables, al situarse en la encrucijada crítica entre el objetivo del crecimiento y el del bienestar.
No es “la” solución, pero marca un camino por el que el crecimiento no debe servir solo al egoísmo, sino al bienestar común. No estimula la pereza, puesto que el trabajo sigue siendo un bien escaso y deseable. Puede tener, de otra parte, efectos beneficiosos en relación con ofertas de empleo leoninas, literalmente indecentes, que serían susceptibles de rechazo por quienes ahora se ven obligados a padecerlas por puro instinto de supervivencia. Y finalmente favorece el acceso al consumo, el cual es un derecho imprescindible de ciudadanía; pero no estimula, es obvio, el consumismo desatado.
Por encima de cualquier otra consideración, la renta mínima es necesaria para volver a engranar los dos objetivos hoy disociados del Estado como ente económico: el crecimiento de la riqueza y el bienestar de las personas.