En recuerdo de Mame Mbaye
Ndiaye, muerto en Lavapiés, Madrid
La pertenencia a
una nacionalidad es algo estrictamente individual; la dimensión de la
ciudadanía, en cambio, tiene un carácter colectivo y en buena medida social.
Encuentro esta idea fructífera en un libro suministrado ayer mismo por una mano
amiga. Se trata de un estudio de Stefano Rodotà (Solidarietà, un’ utopia necessaria. Laterza, Bari 2014). En el cap.
4, “Solidaridad y ciudadanía”, plantea el autor la posibilidad de construir una
“universalidad de la ciudadanía” como principio constitucional corrector de la
idea patrimonial inserta en el "abuso identitario" del concepto de nación.
En efecto, cuando
decimos que pertenecemos a una nación, lo que queremos decir en realidad, por
lo general, es que la nación nos pertenece a nosotros. Nos pertenece desde la misma
lógica excluyente que preside la propiedad privada. Es decir, si yo tengo la
propiedad de un bien determinado, mi derecho de propietario impide el
disfrute de ese bien a cualquier otra persona. Yo poseo la exclusiva.
Por un mecanismo
análogo, el nacional de un país aparece como propietario en común con los demás
de su grupo de los recursos, las oportunidades y las potencialidades que el
país ofrece; y queda excluido de las mismas el extranjero, el rival. El
chovinismo y la xenofobia aparecen a menudo como acompañantes recurrentes de la
reclamación nacional: “América para los americanos, España para los españoles,
Cataluña para los catalanes.”
Si en lugar de
implantar la propiedad privada como principio rector y organizador de las
sociedades, vertebráramos la convivencia en torno al trabajo, la perspectiva
variaría considerablemente. La propiedad es un coto cerrado, el trabajo un
campo abierto. El trabajo contribuye a la riqueza común, pero esa comunidad basada
en el trabajo va más allá de un planteamiento local y también de un planteamiento
meramente mercantil. La riqueza que se crea y se distribuye no tiene un valor estrictamente
dinerario: enriquece la vida, la facilita, amplía las perspectivas y las
expectativas de disfrute de las personas. Todo ello tiene un valor humanizador
y liberador, que no tiene nada, o muy poco, que ver con el intercambio comercial.
Hay una universalidad implícita en el concepto de trabajo como creación neta de
riqueza, que se expande en la dirección de todos los acimuts y hermana a todos
los continentes en una “comunicación” (en el sentido propio del término y en el
de “puesta en común”) sin exclusiones.
De esta
potencialidad, dice Rodotà (la traducción es mía), depende, por ejemplo, «la posibilidad misma de construir una
Europa de los ciudadanos, y no solo de los mercados; de no tener como
referencia única el “market citizen”, sino un ciudadano plenamente inserto en
un flujo de relaciones solidarias. Se trata de una cuestión esencial también
para ir más allá de la versión de la solidaridad transnacional del Tribunal de
Justicia de la Unión Europea, inspirada en sustancia en una lógica
individualista, tributaria de la dimensión económica.»
Y en un plano más
urgente y acuciante, el concepto de ciudadanía más allá de la nacionalidad ofrece
una vía de acogida e inserción a los refugiados e inmigrantes ─ vistos ahora
como ciudadanos con derechos y deberes indeclinables ─ radicalmente contraria a
la idea falsa de que si repartimos el patrimonio existente entre más personas,
a nosotros nos va a tocar menos.
Será al revés. Todos
nos enriqueceremos.