domingo, 18 de marzo de 2018

NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA


En recuerdo de Mame Mbaye Ndiaye, muerto en Lavapiés, Madrid

La pertenencia a una nacionalidad es algo estrictamente individual; la dimensión de la ciudadanía, en cambio, tiene un carácter colectivo y en buena medida social. Encuentro esta idea fructífera en un libro suministrado ayer mismo por una mano amiga. Se trata de un estudio de Stefano Rodotà (Solidarietà, un’ utopia necessaria. Laterza, Bari 2014). En el cap. 4, “Solidaridad y ciudadanía”, plantea el autor la posibilidad de construir una “universalidad de la ciudadanía” como principio constitucional corrector de la idea patrimonial inserta en el "abuso identitario" del concepto de nación.
En efecto, cuando decimos que pertenecemos a una nación, lo que queremos decir en realidad, por lo general, es que la nación nos pertenece a nosotros. Nos pertenece desde la misma lógica excluyente que preside la propiedad privada. Es decir, si yo tengo la propiedad de un bien determinado, mi derecho de propietario impide el disfrute de ese bien a cualquier otra persona. Yo poseo la exclusiva.
Por un mecanismo análogo, el nacional de un país aparece como propietario en común con los demás de su grupo de los recursos, las oportunidades y las potencialidades que el país ofrece; y queda excluido de las mismas el extranjero, el rival. El chovinismo y la xenofobia aparecen a menudo como acompañantes recurrentes de la reclamación nacional: “América para los americanos, España para los españoles, Cataluña para los catalanes.”
Si en lugar de implantar la propiedad privada como principio rector y organizador de las sociedades, vertebráramos la convivencia en torno al trabajo, la perspectiva variaría considerablemente. La propiedad es un coto cerrado, el trabajo un campo abierto. El trabajo contribuye a la riqueza común, pero esa comunidad basada en el trabajo va más allá de un planteamiento local y también de un planteamiento meramente mercantil. La riqueza que se crea y se distribuye no tiene un valor estrictamente dinerario: enriquece la vida, la facilita, amplía las perspectivas y las expectativas de disfrute de las personas. Todo ello tiene un valor humanizador y liberador, que no tiene nada, o muy poco, que ver con el intercambio comercial. Hay una universalidad implícita en el concepto de trabajo como creación neta de riqueza, que se expande en la dirección de todos los acimuts y hermana a todos los continentes en una “comunicación” (en el sentido propio del término y en el de “puesta en común”) sin exclusiones.
De esta potencialidad, dice Rodotà (la traducción es mía), depende, por ejemplo, «la posibilidad misma de construir una Europa de los ciudadanos, y no solo de los mercados; de no tener como referencia única el “market citizen”, sino un ciudadano plenamente inserto en un flujo de relaciones solidarias. Se trata de una cuestión esencial también para ir más allá de la versión de la solidaridad transnacional del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, inspirada en sustancia en una lógica individualista, tributaria de la dimensión económica.»
Y en un plano más urgente y acuciante, el concepto de ciudadanía más allá de la nacionalidad ofrece una vía de acogida e inserción a los refugiados e inmigrantes ─ vistos ahora como ciudadanos con derechos y deberes indeclinables ─ radicalmente contraria a la idea falsa de que si repartimos el patrimonio existente entre más personas, a nosotros nos va a tocar menos.
Será al revés. Todos nos enriqueceremos.