Leo en un ensayo de
Stefano Rodotà que en la Constitución francesa republicana de 1793 se señalaba
como objetivo de la sociedad la «felicidad común». Los constituyentes franceses
hicieron gala de una lucidez que hoy en día se echa de menos. Hoy es el
egoísmo, la dictadura de los mercados, el sálvese quien pueda, lo que priva en
todos los niveles. La felicidad no es un objetivo reseñable ni siquiera para
quien tiene medios de fortuna suficientes para proporcionársela.
“Felicidad común”. Son
importantes los dos términos de la proposición: allá cada cual con su felicidad
individual y los caminos que emprenda para alcanzarla; pero la misión de la
política, entendida de ese modo revolucionario, es otro tipo de felicidad: la
común, que quiere decir compartida, solidaria, inclusiva, la que implica a todas
las personas (la “ciudadanía” entendida sin fronteras nacionales) en un
compromiso recíproco y universal.
El mecanismo de
traslación de la felicidad individual a la universal es necesariamente
político. La felicidad procurada y compartida entre todos está hecha de trabajo
decente, de medios suficientes de vida, de acceso a la cultura, de derechos individuales y sociales, y sobre todo de libertad. No existirá
nada parecido a esa plataforma de felicidad común si no se construye a
conciencia primero, colectivamente, políticamente; y si no se extiende a todas/os,
sin excepción, después. La infelicidad común deriva de las desigualdades, y
afecta sobre todo a quienes las padecen. Pero la conciencia solidaria
compromete también al primer mundo frente al tercero, a quienes son los
principales beneficiarios del expolio de los recursos que deberían ser comunes a
todos, frente a los desposeídos.
El concepto clave
en esta historia es el de solidaridad; y se trata de un concepto que los
economistas liberales y los políticos à
la Trump consideran vacío de sentido.
Me ha venido a la
memoria el final de una obra teatral de Jean Anouilh, un autor absolutamente
fuera de onda en la actualidad. Thérèse (la Sauvage,
la salvaje que da título a la pieza) renuncia al amor que siente hacia Florent,
por un escrúpulo casi inconcebible: «Por mucho que intente engañarme y cerrar
los ojos con todas mis fuerzas, siempre habrá un perro perdido en alguna parte
que me impedirá ser feliz…» De una forma teatral – poco fiable, en consecuencia
– se intenta expresar así una instancia presente cuando menos en la perspectiva
política de partes potencialmente importantes de las sociedades, incluso en un
siglo XXI especialmente árido para estas percepciones: no hay felicidad en el
mundo cuando es la de unos frente a otros; el reino de la felicidad solo llegará si esta
alcanza a todos.