«Vuestra espalda pierde su nombre con tanta gracia,
que no puedo por menos que darle la razón», cantó Georges Brassens a una dama. Como Brassens
era de Sète, la dama cuya cara B le sedujo hasta ese punto era casi con
seguridad una venus mediterránea de proporciones más o menos calcadas a las de
la escultura de Aristide Maillol que aparece en primer plano en la imagen que
encabeza este post, tomada en la Plaça de la Llotja de Perpinyà.
Los culos femeninos
vuelven a estar de moda, después de una larga temporada de eclipse. Recuerdo
que hace bastantes años un conocido con ínfulas de discípulo del profesor Freud
criticó delante de mí el gusto de Brassens por las redondeces y sugirió una
homosexualidad reprimida como su causa más probable.
No di crédito a mis
oídos. Yo mismo siento una afición considerable por los posteriores femeninos,
pero de un orden estético llamémoslo “alto”, es decir, no contaminado por esa
connotación mercantilista según la cual el culo no pasa de ser un vehículo de
comercio sexual por el que se da y se toma. Desde aquel momento empecé a
sospechar del amor a las mujeres de mi interlocutor, por aquel viejo dicho de
que “qui s’excuse, s’accuse”.
Los culos femeninos
vuelven a estar de moda pero, ay, como excrecencias musculadas a lo Kardashian.
No siento mayor devoción por ellos. Me atrevo a sostener que no son capaces de
inspirar ninguna canción como la “Venus Calipigia” de Georges Brassens. En
tiempos marcados por la reivindicación de la igualdad de género, sería un error
terrible confundir igualdad con uniformidad; como lo sería, en tiempos de abuso
del fitness, proclamar la
equivalencia universal de los culos.
No. Los hay
moldeados de una manera magistral, y también de otras maneras muy distintas.
Cedo de nuevo la palabra a Brassens, en la canción citada: «El duque de Burdeos pasea con la cabeza baja porque se parece al mío
como dos gotas de agua. Si se pareciera al vuestro, la gente diría al verle
pasar: “¡Guapo muchacho, el duque de Burdeos!”»