Iluminaciones de viaje
Anna, nuestra guía en la
Puglia. (Foto, M.A. Carreras)
Para viajar en grupo se requiere
una sabiduría especial que no es innata. Se trata de una actividad cuyo
know-how, como viene a ocurrir en
tantos otros aspectos de la vida y del trabajo, exige un aprendizaje. Un
capítulo esencial de la asignatura es el de las colas. Hay quien no las
soporta, y sería preferible entonces que viajara por su cuenta. Porque en un
viaje colectivo es necesario hacer cola para muchas cosas: subir y bajar del
autocar, pedir la llave de la habitación del hotel, entrar en los monumentos, y
otras más.
La más fastidiosa, seguramente,
es la cola para mear. Mear es un recordatorio permanente ─más para los que
hemos rebasado de largo el umbral de la tercera edad─ de nuestra fragilidad
consustancial y de los límites insalvables que nos impone la naturaleza. Hacer
cola para eso viene a ser algo contra natura, y solo es viable afrontarlo desde
un entrenamiento adecuado en un espíritu comunal deportivo y solidario.
Y así se ha hecho.
Pero al margen de
las colas, para viajar se precisan una infraestructura adecuada, un programa atractivo y una guía. El viajero debe estar atento a lo que explica la guía, a tiempos
y pausas que no coinciden con los que uno/una desearía, a no particularizar en
exceso la visión que tenemos de las cosas a fin de no perder de vista la
perspectiva global en la que estas se enmarcan.
Mucha tela. Sin una
guía, estás perdido.
Lo digo yo, el más
indigno del grupo, porque mi vocación de escuchar es muy superior a mis
capacidades altamente disminuidas para hacerlo, y porque en efecto me perdí en
una ocasión, y fueron mis amigas Carmen y Gloria quienes supieron encontrarme,
no yo a ellas.
Anna, nuestra guía pugliese, hizo alarde de paciencia y
dedicación con el grupo, y el grupo le respondió con disciplina y con
motivación. Nos enseñó muchas cosas sobre la región, su historia y sus circunstancias
que sin ella nos habría costado mucho más tiempo y esfuerzo averiguar. Le
rendimos un homenaje particular, en la despedida, muy merecido.
Más particular
todavía, aunque menos trascendente, fue nuestro homenaje a Carlo, el maître del
hotel de Bari. Todas las noches nos amenizaba los postres de la cena con
canciones voceadas a capella (O sole mio,
L’uomo in frac, Il mondo), y en la despedida le correspondimos con un Amics, amics per sempre més, en una actuación
coral improvisada, sin apenas ensayo previo. Dijo que jamás antes le había sucedido algo así. Es una medalla que nos colgamos.
Dejo para el final
de este capitulillo de agradecimientos a Estrella Pineda (para nosotros su
nombre debería ser, mejor, el de Estrella Polar), que con su marido Víctor
ejerce de organizadora meticulosa de todos los viajes y de este viaje. La
eficiencia es una virtud tan rara que cuesta darla por descontada; pero entre
nosotros, los jubilados de CCOO, sucede así.
Y que sea por mucho
tiempo, Estrella.