Autorretrato de Benozzo en el
fresco de los Reyes Magos, en la capilla del palacio Medici, Florencia. El
autor dejó además constancia de su nombre, un hecho insólito en su época, casi
equiparable al de Velázquez pintándose a sí mismo en las Meninas.
Paul Strathern dedica
un capítulo de su libro sobre los Medici a tres grandes pintores del
Renacimiento que durante sus años de formación residieron en el Palacio Medici.
Son Botticelli, Leonardo y Miguel Ángel. No es del todo cierto; Leonardo
trabajó como escultor en una obra en el patio, en su época de aprendiz en el
taller de Verrocchio, pero no hay ninguna prueba de que fuera huésped de
Lorenzo el Magnífico. En contrario puede aducirse que años después, cuando el
pintor había ganado ya en renombre, existió una fuerte corriente de antipatía mutua
entre los dos hombres.
Cosa curiosa,
Strathern no hace en su libro ninguna mención a Benozzo Gozzoli, que sí estuvo
alojado en el palacio y dejó en sus muros una obra maestra absoluta, que sigue
recibiendo diariamente el tributo de los visitantes: el Cortejo de los Reyes
Magos.
Benozzo di Lese (el
sobrenombre de Gozzoli fue cosa, al parecer, del Vasari, cuando escribió su
biografía) había nacido en 1420 en Sant’ Ilario a Colombano, y residía en
Florencia con sus padres desde los siete años. Aprendió el oficio junto a Fra
Angelico, fue su colaborador señalado en algunos de los frescos más destacados
del convento de San Marcos, y acompañó a su maestro a Roma para dar cumplimiento
a varios encargos del papa. A partir de 1450 trabajó ya de forma autónoma, en
Narni, Montefalco, Viterbo y Orvieto. Regresó a Florencia en 1459, con un
sólido prestigio como artista, para casarse con la hija de un mercader de paños
acomodado.
Piero di Cosimo de
Medici, el “Gotoso”, aprovechó la ocasión de tenerlo en casa para encargarle la
decoración de la capilla Medici. Se trata, como saben todos los que han estado
en ella, de una pieza de dimensiones modestas, oscura, con dobles paredes, diseñada
por Michelozzo, el arquitecto de la familia, como fortín o último reducto en caso
de un asalto armado exterior, nunca descartable en aquellos tiempos inciertos y
en una familia de banqueros.
Piero quería dos
cosas: una, muchos dorados que relucieran a la luz de las velas en las
ceremonias religiosas, y la otra, una exaltación de la familia Medici a través
del acontecimiento más relevante ocurrido en la ciudad en muchos años: el
concilio para la reunión de las dos iglesias, católica y ortodoxa, celebrado en
Florencia en 1439, por empeño y a invitación de Cosimo, “padre de la patria”
como está grabado a cincel en su tumba de San Lorenzo.
El cortejo de los
Magos que inventó para la ocasión Benozzo cumplió más que de sobras con las expectativas
de su cliente. Ocupa tres muros de la capilla cuadrada (el cuarto es el del
altar, sobre el que se exhibe hoy la copia de una Natividad de Filippo Lippi que, cosas del comercio, viajó hasta
Berlín, donde aún se conserva). En el nutrido cortejo de los Magos aparecen de
forma destacada el emperador de Oriente, el Patriarca de Constantinopla, el
teólogo Juan Gemisto Pleton, y otras figuras religiosas, revestidas de sus ropajes
más pomposos.
También están y son
reconocibles figuras políticas afines a Florencia como Sigismondo Malatesta,
señor de Rimini, y Galeazzo Maria Sforza, de Milán; y humanistas como Marsilio
Ficino o Eneas Silvio Piccolomini, presente en el concilio y papa desde 1458 con
el nombre de Pío II.
Pero sobre todo
están también, en lugares separados del cortejo, los hijos de Piero di Giovanni
de Medici: el adolescente Lorenzo, su hermano menor Julián, y las tres chicas, Nannina,
Bianca y María, colocadas cerca del emperador a caballo.
Como telón de fondo
se despliega un paisaje ideal, con árboles, ríos, ciudades y castillos, animales
salvajes y de crianza, pájaros de todas clases, gente dedicada a sus afanes. En
lo alto, coros de ángeles al modo de Fra Angélico. Si a ustedes, como a mí, les
gustan las pinturas que cuentan historias y no les dice nada el colorido
abstracto, disfrutarán con los frescos de Benozzo, que aún no son renacentistas
sino más bien tardogóticos, pero desafían las clasificaciones de los
especialistas.
Búsquenlo en un discreto
segundo plano, ahí está además el pintor, un hombre de edad mediana, de nariz recta,
frente amplia, ojos serios y piel curtida; un artesano consciente y orgulloso
de su know-how, tocado con un bonete
rojo en el que se lee en letras doradas: Opus
Benotii.
¿Por qué Paul
Strathern no dedica siquiera un párrafo a este inmenso lujo, y al hombre que lo
creó? No me lo explico. El caso queda abierto.