lunes, 30 de septiembre de 2019

LA VIDA EN EL SUBSUELO


Iluminaciones de viaje


Matera. Santa Maria de Idris (derecha, en el saliente de roca) y San Pietro Caveoso, vistos desde media altura. Detrás, el fondo del barranco de la Gravina. La foto es gentileza de M.A. Carreras. No es enteramente satisfactoria porque está tomada de arriba abajo y, como dejó escrito Luisa Levi, Matera solo se percibe de forma adecuada mirando de abajo arriba. Pero no he encontrado una buena foto desde ese punto de vista particular; las fotos son planas y no reflejan bien lo que es hueco, lo suspendido, lo que gravita.


En una rápida escalada de posiciones, Matera ha pasado de ser la vergüenza de Italia a sitio oficial del patrimonio de la humanidad; y este año, Capital Europea de la Cultura.

No hay incompatibilidad entre los tres títulos; también Auschwitz es al mismo tiempo la vergüenza del mundo y patrimonio de la humanidad. Patrimonio de una humanidad avergonzada de sí misma. La humanidad tiene rincones oscuros que es preciso visitar de cuando en cuando, para no olvidar que existen; que no todo se reduce a palacios y a catedrales, a capiteles corintios, inscripciones en bronce y techos con alegorías pintadas.

La fisonomía de Matera es característica porque presenta de forma muy gráfica y primaria el doble rasero perceptible en todas las aglomeraciones humanas: aquí queda a la vista tanto lo que se muestra como lo que normalmente se esconde; lo que asoma por encima del umbral de la conciencia colectiva, y lo subterráneo, lo subliminar, lo indecible.

Luisa Levi, turinesa, neuropsiquiatra infantil, que visitó Matera en el año 1935 de paso para encontrarse con su hermano Carlo desterrado en Aliano, cuenta lo que vio al descender la ladera empinada de un “cono invertido” que tenía la forma “con que en la escuela imaginábamos el infierno de Dante”. Callejuelas estrechas en fuerte pendiente, escaleras, vueltas y revueltas, cuevas superpuestas unas a otras y habitadas por una humanidad doliente, aglomeración de chiquillos que le mendigaban no una moneda o un caramelo, sino “u chini”, la quinina.

Así concluye su descripción: «Habíamos llegado al fondo del hoyo, a Santa Maria de Idris, que es una hermosa iglesia barroca, y, al alzar la vista, vi por fin aparecer, como un muro oblicuo, toda Matera. Desde allí tiene el aspecto de una ciudad de verdad. Era como si las fachadas de todas las grutas, que parecen casas, blancas y alineadas, me miraran, con los agujeros de las puertas como ojos negros. La verdad es que es una ciudad bellísima, pintoresca e impresionante.»

La belleza puede ser sombría, puede ser terrible. También es bello, a su modo, el infierno de la Commedia de Dante. “I Sassi” de Matera, ese despeñadero en el que las casas aparecen para quien las contempla desde abajo como el desplome congelado de una avalancha catastrófica de piedra y escombros, tiene un valor particular como ejemplo de formas de vida en el subsuelo, tomando en más de un sentido el término “subsuelo”.

Y de alguna forma este austero conjunto monumental tiene también relación con ese plano inconsciente que todos los humanos cargamos en nuestro interior, y que con tanta agudeza cartografió Sigmund Freud: algo primario, caótico, innombrable, descarnado, harapiento, que el buen burgués rechaza y condena los domingos a la hora de la misa, pero que mantiene celosamente a su disposición los días laborables porque esa doble estructura le resulta funcional para su propio bienestar.

Desde ese punto de vista el éxito turístico actual de Matera viene a ser, también, una paráfrasis de la idea del retorno de lo reprimido que estudió el clínico vienés.