La suerte de Don Tancredo.
Aguafuerte de Pablo Picasso, 1957.
Por enésima vez,
Cayetana Álvarez de Toledo se ha pasado de frenada en una curva peligrosa, al acusar
a sus propios conmilitones de defender el foralismo y, en estricta
consecuencia, ser “tibios” con el nacionalismo vasco.
Cayetana defiende
con rigor de inquisidora los puntos de vista centralistas a ultranza de su
patrón. Nacionalismo , como la madre, no hay más que uno, sostiene Pablo Casado;
todo lo demás que se mueve por ahí es herejía, u oportunismo, o mezcla de ambas
cosas.
Lo que ocurre es
que Cayetana no se controla lo suficiente; es como esos tenistas que golpean la
bola con rabia estimable e intención perversa, pero la envían más allá de la
línea de fondo y pierden el punto.
Los peperos vascos
han reaccionado mal al réspice propinado por la dama. Borja Sémper le ha respondido
que “unas caminaban sobre mullidas moquetas mientras otros nos jugábamos la
vida defendiendo la Constitución”.
No exagera, ETA
mataba a quienes defendían la Constitución estricta, que incluye el foralismo
atacado por la Voz Altanera de su Amo. Lo que defiende Cayetana no es precisamente
la Constitución que tenemos, sino otra cosa.
También se ha
pasado de frenada Quim Torra en un acto celebrado en Arenys de Munt, en
conmemoración de los diez años de la primera consulta independentista. El Molt
Honorable se ha excusado por “no haber estado a la altura” en la cuestión de la
independencia. En el acto estaba presente la presidenta de la ANC Elisenda
Paluzie, además de miembros del Ateneu Independentista de Arenys de Munt, y del
Moviment Arenyenc per l’Autodeterminació.
No da la sensación
de que se tratara de una multitud, ni de que la audiencia representara a la
gran mayoría de la población arenyenca. En la consulta citada participó el 41%
del censo de la población, con muy escasos controles democráticos; de modo que,
si de allí surgió un mandato para los políticos, estaba lejos de tratarse de un
mandato taxativo, imposible de ser ignorado.
En cualquier caso,
convendremos todos en la verdad patente del tema de fondo: la gran mayoría de
los catalanes, e incluso de la gente de fuera, somos de la opinión de que los
políticos independentistas no han estado a la altura del objetivo que se
proponían. Incluso nos parece que han estado muy por debajo. Y quien habla de
la independencia ─palabras mayores─, habla también de la gestión cotidiana, de
la olvidada política de las cosas.
Torra defendió la
necesidad de centrarse en el objetivo de la independencia («basta de jugar con
las palabras»), «sin temer las amenazas ni las consecuencias». Ahí hay otra
pasada de frenada. Vale que no se teman las amenazas, pero Cataluña no funciona
envasada al vacío. Cualquiera que intente hacer política para el pueblo y
acepte ser responsable ante él, está obligado a tener en cuenta las
consecuencias que tendrán sus actos no solo para sí mismo, sino para los demás.
Después de dos años
de los sucesos de octubre, con la elite política del independentismo en prisión
o en fuga, las sedes sociales y fiscales de muchas empresas principales trasladadas
a puntos menos calientes de la geografía económica, y con la producción y la
renta per cápita en parábola descendente, llenarse la boca con la declaración
de que no hay que temer las consecuencias de una nueva intentona de asaltar los
muros del estado de derecho, con menos infantería de la de hace dos años y sin
munición tangible que disparar, equivale a hacer el Don Tancredo.
Para quienes no conozcan
la antigua suerte del toreo de la que estoy hablando, el Don Tancredo de turno se
colocaba en medio del redondel vestido de blanco y con la cara enharinada antes
de que se diera suelta al morlaco. La gracia del asunto estaba en hacer la
estatua y respirar apenas, para que el toro no se escamara y embistiera. Si a
pesar de todo el toro embestía, el artista se llevaba, además del revolcón, los
pitos y la rechifla del respetable.