sábado, 28 de septiembre de 2019

EL CASTILLO EN EL AIRE


Iluminaciones de viaje


Castel del Monte. Su estructura simétrica no se abarca completamente si no es desde el cielo, donde en la época de su construcción no había posibilidad de situar a ningún observador humano. Abajo, el esquema de su planta octogonal. Las dos imágenes son cortesía de M.A. Carreras.


La persona que dirigió la construcción de Castel del Monte, el emperador del Sacro Imperio Federico II Hohenstaufen, fue un hombre de carácter excéntrico y numerosos saberes: según los cronistas, que quizás exageraron un pelo, hablaba nueve lenguas y escribía en siete; fue un experto en filosofía, matemáticas, astronomía, medicina y ciencias naturales; fundó una escuela poética y una universidad; tuvo que ser además un experto halconero, puesto que escribió un tratado De arte venandi cum avibus, del arte de cazar con aves.

Sus contemporáneos le dieron el sobrenombre de Stupor mundi, asombro del mundo. No puede excluirse que el apodo tenga una carga oculta de retranca. En cualquier caso, el papa Gregorio IX tiró por la calle de en medio y le llamó sencillamente Anticristo. Eran tiempos de guerra abierta entre el papado y el imperio.

La pregunta del millón es para qué hizo construir Federico Castel del Monte. Es una construcción bellísima, única en el mundo en su género, pero no, en absoluto, una fortaleza militar. Anna, nuestra guía, defendió con calor las posibilidades militares del castillo. Dijo, por ejemplo, que no tenía foso porque no lo necesitaba. Bien. Tampoco tiene sitio donde alojar a una guarnición numerosa, ni unas cocinas capaces, ni cuadras para los imprescindibles caballos, ni corrales o gallineros o huertos interiores para atender al sustento de los habitantes, ni barbacana, aspilleras, matacanes y otros adminículos considerados imprescindibles en el género fortaleza por los arquitectos militares.

Es una construcción colgada entre el cielo y la tierra, en lo alto de un monte, dominando un extenso territorio pero más con la intención de ser observada que de observar.

Encerrada en sí misma, simétrica, hermética, dialoga directamente con el cielo y se hurta detrás de muros espesos al paisaje que la rodea.

Su planta es octogonal, con ocho torres también octogonales en los ángulos. No tiene almenas. Posiblemente se hicieron desde lo alto observaciones y quizás mediciones astronómicas, pero no cabe calificarla de observatorio. No ofrece tampoco concesiones a los fastos cortesanos, no es un lugar de recreo y ocio social; es más bien el refugio de un hombre solitario, contemplativo, un punto misántropo.

Es también una imago mundi, opuesta a la de las iglesias que proliferaban a su alrededor. En lugar de la planta en forma de cruz, que recordaba a los creyentes la redención, elige la forma de una corona imperial plantada sólidamente sobre la tierra, emanada y descendida del cielo protector que le confiere una autoridad irradiada hacia todos los acimuts, redonda y sobrenatural.

No es, entonces, un castillo-fortaleza sino un castillo-teoría, una explicación acabada de la estructura íntima del mundo hacia arriba y hacia abajo, radicalmente original y diferente de la habitual explicación religiosa.

Solo encuentro dos términos adecuados de comparación a esa función filosófica y científica de la imago mundi, y los dos son posteriores en muchos siglos a Castel del Monte: la torre Eiffel de París y el Atomium de Bruselas.