Tumba de Lorenzo de Medici en
la cripta de San Lorenzo, en Florencia; obra de Miguel Ángel.
En otro momento he
comentado aquí lo que sucedió entre el gonfaloniere
Albizzi y el banquero Cosimo de Medici, como ejemplo del poder ubicuo y
subterráneo del dinero frente a los poderes llamados “públicos” (1). La
lectura del libro de Paul Strathern sobre los Medici me proporciona otro
ejemplo singular, el de un forcejeo entre la Banca y la Iglesia.
Francesco della
Rovere, Sixto IV desde su elección como papa en 1471, fue una personalidad
formidable. General de los franciscanos, filósofo y teólogo que mereció el
sobrenombre de Doctor acutissimus, polígrafo,
patrono de las artes (la Capilla Sixtina le debe su nombre). Desde el principio
de su pontificado, se le atravesó en el gaznate la Banca Medici. Retiró su
cuenta corriente de la institución para colocarla en el establecimiento de un sobrino, y
negó a Lorenzo de Medici la petición de nombrar cardenal a su hermano Julián
para poner en el cargo a otro sobrino.
No fueron
movimientos casuales. Un historiador, citado por Strathern, dijo del papa Sixto
que «elevó el nepotismo a la categoría de principio político». Fueron en total
más de 25 los sobrinos y parientes que colocó en altos cargos; a ocho de ellos
les hizo cardenales. Algunos, es difícil decir cuántos, eran más que sobrinos.
El Agudísimo se vio
de este modo enfrentado al Magnífico, el muy joven Lorenzo de Medici, hijo de
Piero el Gotoso, nieto de Cosimo el Viejo, y jefe entonces de la Banca Medici.
Lorenzo no tenía ningún interés en topar con Sixto, pero el negocio es el
negocio. Sus rivales florentinos, los banqueros Pazzi, perjudicados de alguna
forma por sus maniobras, acudieron a Roma y presentaron allí sus agravios. Llegaron
incluso más allá. Habían tramado una conspiración perfecta para asesinar a
Lorenzo y Julián de un solo golpe, un domingo en mitad de la misa de doce en la
catedral. El pueblo de Florencia les respaldaría en su gesto heroico para
erradicar la tiranía. Deseaban la bendición papal para su plan. El Agudísimo
les dio una respuesta de manual: miraré a otra parte, y si todo sale bien,
entonces, no antes, os bendeciré.
El plan no salió
del todo bien. Julián murió y Lorenzo fue herido en el cuello, pero consiguió
refugiarse con un grupo de los suyos en la sacristía y atrancar las puertas de
bronce. El pueblo de Florencia salió a la calle, pero no para celebrar el final
de la tiranía sino para apoyar al Magnífico.
Los conspiradores se
vieron forzados a huir pero fueron perseguidos y apresados. Los más
significados fueron colgados desnudos de las ventanas altas del Palazzo della Signoria;
entre ellos, el arzobispo de Pisa. Al saberlo, el Agudísimo montó en cólera,
¡eso era sacrilegio! Y emitió una bula de excomunión para Lorenzo, su familia,
sus secuaces y todo el alto clero florentino. El popolo minuto se rio de la excomunión papal; el clero florentino
replicó con una contra bula que excomulgaba a Sixto.
La cosa degeneró en
una guerra en la que Milán, aliada tradicional de Florencia, cambió la casaca,
y Venecia, con ambiciones propias en el tema, respaldó también a Sixto. La
situación era apurada, solo Ferrara sostenía a Florencia porque Nápoles mantenía
desde tiempo atrás una alianza firme con el papado. Ahí, sin embargo, localizó
Lorenzo el eslabón débil de la cadena.
Escribió una carta
a la Signoria explicando que se entregaba a sus perseguidores como único medio
para preservar la paz y la prosperidad de su ciudad. Embarcó en una galera y
marchó derechamente a Nápoles a ponerse en manos del rey Ferrante.
De haberse puesto
en manos de Sixto, habría sido hecho picadillo; pero Ferrante se sintió
admirado ante aquel gesto genuinamente magnífico. No tenía la menor intención de
romper su alianza con Roma, pero no sabía qué hacer con aquel preso
intempestivo que había venido motu proprio a colocarse en su poder.
Mientras Ferrante
dudaba, Lorenzo no perdió el tiempo; su banca tenía oficina en Nápoles, y de la
casa central de Florencia llegaron varias sustanciosas letras de cambio. El
centenar de remeros esclavos de la galera que le había llevado hasta allí
fue liberado, y cada uno de ellos recibió como regalo diez florines y dos
mudas de ropa, para ir tirando. Lorenzo patrocinó festejos públicos, dotó a las
hijas de viudas pobres para que pudiesen encontrar marido, repartió espléndidas
limosnas. Estaba preso en teoría, pero Ferrante decía a todo el mundo que si no
lo dejaba ir era por disfrutar más tiempo de su presencia.
De modo que Lorenzo
aparecía de día por todo Nápoles sonriente, encantador, liberal con su bolsa, perfumado
y vestido de gala; y por las noches, según confesión propia, no dormía roído
por la inquietud.
Todo el asunto dio
un giro dramático cuando el sultán Mehmet tomó por asalto Otranto y amenazó con extender
sus dominios por la Italia del sur. Sixto predicó la cruzada y llamó a la unión
de todos los estados cristianos contra el infiel. También a Florencia. De modo
que el Magnífico pasó a ser un aliado imprescindible del Agudísimo, y tanto las
bulas de excomunión como las órdenes de prisión fueron debidamente anuladas.
Mehmet falleció de pronto, y el nuevo sultán abandonó sus proyectos de expansión. La paz interna en Italia, sin embargo, se consolidó. La larga partida de
ajedrez entre las dos potencias había concluido en tablas.