«Ahora que prolifera de todo y por
doquier, nosotros no somos una pandilla ni el producto de una operación de márqueting»,
ha dicho Mariano Rajoy en Zaragoza. El PP es, por el contrario, «un valor
seguro en momentos difíciles». Debe dejársele seguir gobernando, en lugar de
«bajar los brazos y dar la vuelta atrás.»
La idea de que debe dejarse gobernar
a los que saben, es contraria a la primera ley, elemental y fundacional, de la
democracia, un sistema de gobierno que parte precisamente del concepto de que
cualquier ciudadano debe tener acceso al gobierno si cuenta con apoyos suficientes,
sin que lo impidan privilegios, jerarquías ni exclusiones previas. Para llegar
a este punto de madurez democrática ha hecho falta un largo recorrido histórico
marcado por el avance hacia la igualdad. Lo que Rajoy nos está proponiendo es
precisamente una majestuosa y rotunda vuelta atrás: desde la sociedad
democrática al despotismo ilustrado, nada menos.
Peor aún es el caso de la
ultraliberal Esperanza Aguirre, cuya campaña electoral en los medios manejados
por su formación se ha convertido en una descalificación permanente de sus
rivales a la alcaldía madrileña, a partir de la indagación despiadada de sus
circunstancias personales: falta de estudios superiores, frecuentación de malas
compañías, defensa de sospechosos de terrorismo. Si se añaden (falta nada más
un paso) el criptojudaísmo y la insuficiente limpieza de sangre, habrá bingo:
ya no estaremos en el despotismo, sino en el restablecimiento de la Santa Inquisición.
He criticado hace poco en estos
apuntes la actitud de la prepotencia moral. A los notables del Partido Popular, seleccionados
todos ellos a dedazo como es bien conocido, les sienta como un guante la
etiqueta. Son prepotentes en el momento de achacar defectos a los rivales, y quisquillosamente
susceptibles cuando los alfilerazos van dirigidos contra ellos mismos.
«¿Corrupción? Yo estaba al mando, sí, pero no sabía nada de esos asuntos, y
nadie va a poder probarlo.»
Lo esencial en este asunto es la determinación
tozuda con la que nuestros actuales dirigentes se disponen a prolongar una magnífica
situación de vacas gordas… para ellos. No admiten, en efecto, rectificaciones, ni
bajadas de brazos, ni vueltas atrás. Quieren a toda costa seguir forrándose,
como hizo hasta la sepultura el carismático Sir Humphrey Pengallan.
Sí, ya sé que el nombre no les dice
nada: he tenido que rebuscarlo en Google. Se trata del aristócrata y
magistrado, interpretado por Charles Laughton, que aparece en una de las
películas menos recordadas de Alfred Hitchcock, “Posada Jamaica”.
Este personaje tenía montada en
Cornualles una red que combinaba la información privilegiada con el tráfico de
influencias. Cuando salía del puerto en horas nocturnas un bergantín con
destino a América, repleto de emigrantes cargados con todos sus enseres, sir
Humphrey daba aviso al farero, y este invertía las señales luminosas. De ese
modo el barco, creyendo salir hacia alta mar, iba a estrellarse contra los
escollos. Allí esperaba una banda de piratas que se ocupaba concienzudamente de
que no hubiera supervivientes, primero, y después de repartirse todos los
objetos de valor que podían encontrar. Simultáneamente, Sir Humphrey daba una
recepción en su mansión a la que acudía la flor y la nata de los terratenientes
de la región, que le proporcionaban una coartada impecable de que él no tenía
nada que ver con la catástrofe ocurrida en el mar.
Y aquí viene a cuento la orden que
Sir Humphrey, el jefe indiscutido de la banda, daba a los piratas: «El dinero
dádmelo todo a mí, que soy el único que sabe cómo gastarlo.»
Sir Humphrey Pengallan era un valor
seguro.