Ayer asistí a un
acto en la casa sindical en memoria de Cipriano García, que nos dejó hace
veinte años. Los oradores, excelentes todos ellos, siguieron en sus discursos un
guión parecido: después de situar al líder sindical y político en sus
circunstancias históricas – un momento de encrucijada, de transición
generacional y sistémica – se deslizaron sin forzar el tono hacia las
realidades del presente y del futuro inmediato. Acertaron de ese modo a situarnos
delante de otra faceta aún del Cipri: su proyección, la herencia que nos ha dejado.
Todo lo cual habría
sacado de sus casillas al propio Cipri. He visto a pocos dirigentes menos
poseídos de su propia importancia.
“Poseídos” de su
importancia, he dicho. No es que Cipri no fuera consciente de la influencia que
tenía en nosotros los jóvenes, pero se la echaba al hombro sin demasiadas
contemplaciones. Era un dirigente colectivo, no una prima donna; un hombre de criterio,
sagaz en las previsiones, preciso en la forma de exponerlas, pragmático en las
conclusiones, equilibrado en el reparto de tareas. Tenía carisma (signifique lo
que signifique esta expresión), pero ni lo exhibía ni lo apreciaba, en absoluto.
Eso sí, estaba disponible siempre. Para las duras y para las maduras.
Le vi por primera
vez en una reunión clandestina de coordinadoras locales y comarcales de
Cataluña. Ocurrió en la parte alta de la ciudad de Barcelona, no recuerdo el local
exacto, sin duda un centro parroquial. Era poco después de la caída del 1.001, yo
no lo había conocido aún personalmente pero sabía que coordinaba en ese momento
a las comisiones obreras de toda España. Me intrigaba escuchar lo que había de
decirnos. Cipriano hizo una presentación escueta de la situación general y de
las tareas en perspectiva, y cedió la palabra a un joven más o menos de mi edad,
aunque él tenía ya la “mano rota” y el “culo pelado” en los trajines
sindicales. Respondía al nombre de Pepe López, y los clásicos “enterados” que
siempre lo saben todo sostenían que el sobrenombre con el que se le conocía, “Bulla”,
le venía del prestigio conseguido por sus actividades revoltosas en Mataró.
Bulla desarrolló el informe, moderó las intervenciones, sacó las conclusiones,
y Cipriano cerró el acto con unas palabras de resumen en el sentido inequívoco
de «ahora ya sabe cada cual lo que tiene que hacer». Acostumbrados como
estábamos muchos de nosotros a los fuegos artificiales de ciertos asambleístas
habituales, aquello nos resultó un anticlímax, aunque no se nos escapó la
percepción de que la reunión había sido seria, operativa y funcional.
Años después me
senté a su lado en un avión del puente aéreo a Madrid. Tuvo que ser hacia la
primavera de 1980. Cipriano era diputado al Congreso y yo iba a negociar un
convenio colectivo nacional, el del Papel o el de las Artes Gráficas. Él
llevaba desde las siete de la mañana en la sala de espera, porque Iberia había
tomado una decisión muy habitual en aquellas fechas, la de anular el vuelo cuando
el pasaje no era lo bastante numeroso, y acumular a los viajeros de dos o de
tres vuelos previstos en un solo aparato. Cipriano se pasó la hora y media de
viaje despotricando contra aquella situación, que se repetía en su caso con
mucha frecuencia. No le dolía el retraso en sí ni la incomodidad consiguiente,
sino la vergüenza de que su escaño estuviera vacío en el inicio de la sesión. La
puntualidad en el trabajo era una exigencia interna a su carácter y a su manera
de ser. Esa puntualidad exigente (y no un retraso) fue lo que le permitió
avizorar el panorama en Pozuelo y emprender una retirada discreta, el día de la
caída del 1.001. También favoreció ese día el escape del grupo catalán el
conocimiento enciclopédico que tenía Cipriano de los destinos y los horarios de
los ferrocarriles, incluidos los de cercanías, con sus múltiples combinaciones.
Fue en toda su trayectoria vital lo simétricamente contrario a un improvisador.
En aquel vuelo del
puente aéreo me enseñó el cuaderno con el que distraía las horas de espera,
tomando notas para futuras intervenciones en el hemiciclo o para atender otras tareas
pendientes. Tenía una letra grande, clara y aplicada. Por cierto, los dos ocupamos
asientos de clase turista, ni se le ocurría hacer valer sus privilegios de
parlamentario para volar en primera clase.
Tuvimos, claro,
muchas más ocasiones de hablar, y siempre vi en él el mismo compañerismo y la
misma franqueza, acompañados por una cierta reserva debida al respeto hacia el
interlocutor, que no a la desconfianza.
Hay dirigentes que
al desaparecer dejan un hueco enorme, un vacío que parece imposible de colmar. Pongamos
como ejemplo eminente el de Enrico Berlinguer. Cipriano no era ciertamente un
dirigente de ese tipo, sino todo lo contrario: cumplió a satisfacción cuantas
tareas le fueron asignadas por los dos grandes colectivos del sindicato y el
partido, y lo hizo desde la conciencia de que nadie es imprescindible,
empezando por él mismo. No dejó quizás un hueco muy aparente, pero su recuerdo
perdura.