Que tire la primera
piedra el/la militante que nunca se haya abandonado en la intimidad de la cabina
electoral a la delicia frívola y concupiscente de votar a aquellos a quienes
públicamente acusaba la víspera de traidores a la causa sagrada.
Todas las numerosas
y diferentes ortodoxias son unánimes en la condena severa de ese chicoleo, pero
yo os digo que no es pecado.
En fin, como mínimo
es un pecado venial. Nada que obligue al/a la culpable a volver al redil con la
cabeza gacha y la mirada huidiza, post
coitum triste.
La infidelidad está
en nuestros genes. Hubo un tiempo, en los felices setenta, con los vientos de
liberación sexual, en el que se puso de moda la práctica del intercambio de
parejas. Lo llamaban swinging. Había quien
lo practicaba con más o con menos desenfado y naturalidad, y quien lo hacía por
no ser tachado de retrógrado/a, pero considerado el asunto en general, era algo
asociado a la premisa última de la libertad y la experimentación.
En otro plano, no
existe tampoco un voto de castidad electoral; en tiempo de elecciones, todos los
votos son libres. Y tal es la naturaleza humana, que cuanto más se empeñan los
rabinos en amarrar a los catecúmenos al duro banco de las sinagogas, más apetecible
resulta a estos triscar a gusto por las verdes praderas.
Se vota, y ya está.
Mañana será otro día, y en la barra del bar de la esquina se comentará en voz un
poco más alta de lo necesario, ante los/las correligionarios/as reunidos/as, el
escándalo de tanta gente como ha desamparado a los “nuestros” para seguir el
espejuelo de lo efímero, de lo que “se lleva” en política.
La pequeña
infidelidad no habrá sido la primera ni la última. La relación iniciada en el
acto seminal del voto podrá fructificar, si cuenta con suficiente tiempo y
perseverancia, o quedarse, como tantas cosas, en un gesto solo esbozado, en un
acto fallido. Pero incluso en el peor de los casos no hace falta arrepentirse.
Recordemos las conclusiones acerca de la infidelidad (sexual, en su caso) que
un sabio en la materia, Georges Brassens, exponía al “grillo del hogar”, nada
menos que a la mismísima Penélope:
C’est
la faute commune,
C’est
le péché véniel,
C’est
la face cachée
De
la lune de miel,
Et
la rançon de Pénélope.
(«Es la falta común, el pecado venial, la cara oculta de la luna de miel. Y el precio del rescate de Penélope.»)
(«Es la falta común, el pecado venial, la cara oculta de la luna de miel. Y el precio del rescate de Penélope.»)