martes, 12 de mayo de 2015

PUNTOS DE VISTA SOBRE LA PRIMERA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL


Una casualidad afortunada ha hecho que en mi programa de lecturas hayan venido a coincidir y a superponerse dos libros de historia singulares: la Historia del capitalismo, de Jürgen Kocka (Crítica 2014, traducción de Lara Cortés), una recomendación calurosa de José Luis López Bulla, y La formació d’una identitat. Una història de Catalunya, de Josep Fontana (Eumo Editorial 2014). Se trata de dos obras igualmente agudas pero de carácter diferente: una panorámica amplia en el caso del historiador catalán, una síntesis jugosa en el berlinés.
El cotejo de los capítulos de las dos obras dedicados a la primera revolución industrial resulta sugerente. Las máquinas y las fábricas, nos dicen los dos autores, no aparecen por ensalmo ni se distribuyen al azar. Les ha precedido un largo proceso de acumulación originaria del capital y, tanto o más importante, un funcionamiento eficiente del estado y, en paralelo, del mercado interno, ambos necesariamente bien conectados y desarrollados.
Lo que describen ambos autores no es una situación idílica. El capitalismo, escribió Karl Marx, nació «chorreando sangre y porquería» (sangre y mierda, evitemos el eufemismo). La acumulación originaria incluyó guerras de exterminio de pueblos y culturas en América, Asia y África, una economía de rapiña, esclavitud, violencia, ventajismo, estafa, incumplimientos alevosos de los acuerdos y tratados firmados. Inglaterra maniobró con una habilidad y una carencia de escrúpulos insuperables en ese período. El Reino de España tuvo la misma carencia de escrúpulos, pero también una ceguera patente en todo lo relativo al tema de la industrialización.
Puede que la culpable de esa ceguera fuera la Iglesia católica, dispuesta entonces como ahora a dogmatizar y a lanzar en todas direcciones baterías de excomuniones y de vaderretros. El caso es que, con monarquía absoluta o con constitución liberal, aquí se dejó pasar entre vivas a Cartagena el tren de la revolución industrial. Nada, al parecer, se nos había perdido en ese negocio.
En 1842 hubo disturbios sociales graves en Barcelona, protagonizados por los primeros obreros del textil, y el regente don Baldomero Espartero, militar y liberal, bombardeó la ciudad desde Montjuich. A los muertos por las bombas se añadieron luego los de la represión. La Asociación de Tejedores fue ilegalizada. Flotaba en el aire la necesidad urgente de atajar un peligro grave. El general Antonio Seoane, que había sucedido como capitán general de Cataluña a Juan Van Halen y se había declarado dispuesto a acabar con los disturbios fusilando y lanzando metralla, propuso en un discurso ante el Senado (20 marzo 1843) «la desaparición de la exótica industria algodonera catalana», y el remedio supremo de «sangrar Barcelona para salvar España» (ver Fontana, cit., pág. 280).
Salvar España, ¿de qué? La pista puede darla un folleto citado asimismo por Fontana, que fue publicado en 1848 bajo el título Europa y España. En él se truena contra la industrialización y se compara la felicidad de España en contraste con el negro panorama de las potencias europeas. «Aquí la industria fabril no progresa», da albricias el autor, probablemente de extracción clerical. Según su argumentación, esa providencial circunstancia mantiene el país (salvada siempre la excepción catalana) a salvo de las conmociones revolucionarias que están sacudiendo el continente. Lo importante, el valor supremo a conservar, es la «conformidad» pacífica del pueblo con su destino. En otras palabras, la «servidumbre voluntaria» analizada tres siglos antes por el francés Étienne de La Boétie.