Una casualidad
afortunada ha hecho que en mi programa de lecturas hayan venido a coincidir y a
superponerse dos libros de historia singulares: la Historia del capitalismo, de Jürgen Kocka (Crítica 2014, traducción
de Lara Cortés), una recomendación calurosa de José Luis López Bulla, y La formació d’una identitat. Una història de
Catalunya, de Josep Fontana (Eumo Editorial 2014). Se trata de dos obras igualmente
agudas pero de carácter diferente: una panorámica amplia en el caso del historiador
catalán, una síntesis jugosa en el berlinés.
El cotejo de los
capítulos de las dos obras dedicados a la primera revolución industrial resulta
sugerente. Las máquinas y las fábricas, nos dicen los dos autores, no aparecen
por ensalmo ni se distribuyen al azar. Les ha precedido un largo proceso de
acumulación originaria del capital y, tanto o más importante, un funcionamiento
eficiente del estado y, en paralelo, del mercado interno, ambos necesariamente bien
conectados y desarrollados.
Lo que describen ambos
autores no es una situación idílica. El capitalismo, escribió Karl Marx, nació
«chorreando sangre y porquería» (sangre y mierda, evitemos el eufemismo). La
acumulación originaria incluyó guerras de exterminio de pueblos y culturas en
América, Asia y África, una economía de rapiña, esclavitud, violencia, ventajismo,
estafa, incumplimientos alevosos de los acuerdos y tratados firmados.
Inglaterra maniobró con una habilidad y una carencia de escrúpulos insuperables
en ese período. El Reino de España tuvo la misma carencia de escrúpulos, pero
también una ceguera patente en todo lo relativo al tema de la
industrialización.
Puede que la
culpable de esa ceguera fuera la Iglesia católica, dispuesta entonces como ahora a
dogmatizar y a lanzar en todas direcciones baterías de excomuniones y de vaderretros.
El caso es que, con monarquía absoluta o con constitución liberal, aquí se dejó
pasar entre vivas a Cartagena el tren de la revolución industrial. Nada, al
parecer, se nos había perdido en ese negocio.
En 1842 hubo
disturbios sociales graves en Barcelona, protagonizados por los primeros
obreros del textil, y el regente don Baldomero Espartero, militar y liberal,
bombardeó la ciudad desde Montjuich. A los muertos por las bombas se añadieron
luego los de la represión. La Asociación de Tejedores fue ilegalizada. Flotaba
en el aire la necesidad urgente de atajar un peligro grave. El general Antonio
Seoane, que había sucedido como capitán general de Cataluña a Juan Van Halen y
se había declarado dispuesto a acabar con los disturbios fusilando y lanzando
metralla, propuso en un discurso ante el Senado (20 marzo 1843) «la
desaparición de la exótica industria algodonera catalana», y el remedio supremo
de «sangrar Barcelona para salvar España» (ver Fontana, cit., pág. 280).
Salvar España, ¿de
qué? La pista puede darla un folleto citado asimismo por Fontana, que fue publicado
en 1848 bajo el título Europa y España.
En él se truena contra la industrialización y se compara la felicidad de España
en contraste con el negro panorama de las potencias europeas. «Aquí la
industria fabril no progresa», da albricias el autor, probablemente de
extracción clerical. Según su argumentación, esa providencial circunstancia mantiene
el país (salvada siempre la excepción catalana) a salvo de las conmociones
revolucionarias que están sacudiendo el continente. Lo importante, el valor
supremo a conservar, es la «conformidad» pacífica del pueblo con su destino. En
otras palabras, la «servidumbre voluntaria» analizada tres siglos antes por el
francés Étienne de La Boétie.