La pequeña Andrea
ha concluido en el Hospital Clínico de Santiago de Compostela su corta
peripecia vital, y descansa ya definitivamente en paz. Mis condolencias a sus
padres y familiares. Los fracasos puntuales de la medicina en el tratamiento de
enfermedades raras e invasivas resultan especialmente dolorosos para los
humanos, quizá porque nos humilla el reflejo de impotencia y de desconcierto
que percibimos en un mundo científico al que nos entregamos por lo general sin
ninguna reserva, ya que por lo general nos ofrece recursos sin cuento que
aplicar a nuestras dolencias.
No soy un experto
en cuestiones de bioética. Hablo desde el respeto a todos los que sí lo son,
pero entiendo que debería haber sido más fácil llegar a un consenso en lo relacionado
con el caso raro y extremo de la niña Andrea. Quiero decir que, una vez
constatada la condición irreversible de la enferma y el deterioro generalizado
de sus constantes vitales, convenía llegar lo más pronto posible a una
conclusión definitiva sobre la conveniencia de mantener o no la alimentación y
la hidratación para preservar por medios artificiales su vida.
Y si la conclusión
era positiva en razón a los argumentos equis que se barajaran, desde el primer
momento se debió aprobar también el remedio paliativo al dolor que la injerencia
exterior provocaba en un organismo devastado. Lo que no tiene sentido desde
ningún parámetro es aprobar la inyección del suero y rechazar la de la morfina.
¿Desde qué autoridad ni qué dogma se puede llegar a una conclusión tan disparatada?
Porque si se interviene
en contra de la naturaleza cuando esta señala que un organismo ha dejado de ser
compatible con la vida, ha de ser en beneficio no de la vida misma sino de la
persona en cuestión, con todos sus atributos y dignidades. Y desde luego, nunca
en beneficio de una idea abstracta, de una polémica de principios.
Si quienes
defienden la existencia de una providencia divina se deciden a enmendarla en un
caso que cabría calificar de ensañamiento inhabitual con una de sus criaturas,
han de enmendarla en todas sus partes. No es de recibo que se preserve la vida
y en cambio se arguya “éticamente” contra la eliminación del dolor insoportable
que la acompaña.
Finalmente, el
Comité de Ética Asistencial del centro hospitalario atendió a la petición de
los padres, suspendió un tratamiento ineficaz para otra cosa que no fuera
prolongar un sufrimiento absurdo, y aprobó la administración del paliativo
adecuado al dolor de la pequeña. Andrea vivió cuatro días en la paz artificial que
su propio organismo le negaba. Cuatro días. Un lapso breve, pero un triunfo inmenso
para la humanidad, a mi entender.
No así para la
Asociación Española de Abogados Cristianos, que ha anunciado una querella
contra el hospital por “falta de ética” al haber suspendido el anterior
tratamiento.