Viene a resultar al
parecer de la consulta de algunos de los innumerables manuscritos preparatorios
que dejó Marcel Proust amontonados a su muerte,
que la famosa magdalena desmigajada en té que revivió en el autor la memoria inconsciente
de los veranos de su niñez en Combray, no sería tal magdalena, sino una
tostada. Las pruebas van a ser publicadas bajo el título Les manuscrits de la madeleine.
La noticia no es
tan sensacional. Se ha documentado de forma precisa que Proust barajó primero
la solución “tostada”, pasó de ahí al bizcocho, y se detuvo finalmente en la
magdalena modelada en la forma de una coquille
de Saint-Jacques, es decir de una vieira. Pero ese era su procedimiento
habitual: Combray era en realidad Illiers, el Gran Hotel de Balbec estaba en
Cabourg, y Albertina fue un chófer amable llamado Alfred. Sobre este último
extremo me alertaron voces compasivas cuando puse a mi hija el nombre de
Albertina, en homenaje a la amada inconstante y elusiva del pequeño Marcel. Y
hube de gastar mucha saliva para explicar que lo que me gustaba no era el personaje
proustiano y menos sus posibles modelos en la realidad, sino la sonoridad
musical del nombre, con sus vocales abiertas y sus consonantes líquidas
rematadas en un “tin” que suena como el cosquilleo plateado de una campanilla.
El mecanismo principal
del arte reside precisamente en la polisemia, en su capacidad para evocar por
medio de asociaciones no conscientes un aluvión de sentimientos y de emociones
que no estaban implícitos a priori en las palabras, los sonidos, las formas o
los colores utilizados. Es la disposición,
la organización y en su caso la trasposición de todos esos elementos lo que
provoca el efecto final deseado. ¿Puede alguien explicar por qué Vittore Carpaccio, en el
fresco sobre la visión de san Agustín pintado para la Scuola de San Giorgio
degli Schiavoni en Venecia, sustituyó una comadreja situada en el centro de la
composición por un perrito que escucha atento la voz milagrosa de san Jerónimo?
Explicarlo, no; pero advertimos a primera vista que fue un acierto.
En la obra de
Proust, el escritor Bergotte organiza sus textos con la impostación material y
el designio vertical que presidieron la construcción de las catedrales góticas.
El pintor Elstir planea sus composiciones como metáforas, en las que el mar
aparece con apariencia sólida, las casas tienen reflejos líquidos, los mástiles
de los barcos de vela parecen árboles o torres de fortalezas, las figuras
humanas adoptan un aspecto mineral y las cosas presentan perfiles humanos. Y el músico Vinteuil elabora una música que se
infiltra como un susurro íntimo a través de los oídos del oyente y alcanza con
precisión quirúrgica su corazón, al modo como el bisturí manejado por las manos
expertas del cirujano saja el absceso formado en él por las penas de amor no
resueltas y los remordimientos tardíos e ineficaces.
Entonces, el
tránsito de la tostada a la magdalena modelada como una vieira no tiene un
interés sustancial, sino puramente arqueológico. Ayuda a comprender cómo nace y
se desarrolla una obra literaria; cómo ciertas trasposiciones potencian el
contenido simbólico de un texto y contribuyen a ese plus que tiene siempre,
respecto de su literalidad desnuda, ese algo indeterminado e indefinible que nos
conformamos con clasificar provisoriamente bajo la etiqueta de “arte”.