En un libro de
aparición reciente, La gouvernance par
les nombres (Fayard 2015), Alain Supiot, catedrático
de “Estado social y mundialización” en el Collège de France, desvela las
características de la nueva racionalidad que preside la actuación de los
gobiernos y las instituciones económicas en el área del capitalismo occidental.
Hemos pasado del gobierno a la gobernanza, afirma, y rastrea la fortuna
creciente de la expresión, desde sus orígenes (franceses, pero adoptados por la
pragmática escuela anglosajona de los negocios con un sentido sutilmente diferente),
hasta su consagración en el vocabulario mundializado (globalizado, si se
prefiere) con el documento, emitido por la OCDE, Principles of Corporate Governance (1998), y su réplica en una
comunicación de la Comisión Europea al Parlamento, titulada Modernising Company Law and Enhancing
Corporate Governance in the European Union (2003).
El término “gobernanza”
equivale al principio a “buena gestión de la empresa”, según unas pautas que era
preciso redefinir en un período caracterizado por grandes mutaciones en el modo
de producir bienes y servicios; poco a poco, sin embargo, el vocablo amplió su
significado propiamente económico y vino a contaminar el universo de la
política.
No es el primer
caso, ya sucedió otro tanto con el taylorismo: el modo de organizar y de regir
el mundo de la empresa tiende a extenderse sin remedio a la forma de concebir
el resto de estructuras sociales. El gobernante se asimila al gerente de una
compañía, y las estructuras de gobierno a una gran sociedad anónima atenta a gestionar
los beneficios que va a repartir entre los accionistas al final de cada
ejercicio.
Los humanos funcionamos
así, por metáforas. Pero, como ya advirtió Pablo Neruda
a su cartero, las metáforas no son inocuas. El paso paulatino del gobierno a la
gobernanza en la política ha conllevado, de la misma forma que en la empresa,
mutaciones de un orden descomunal.
Vayamos por partes.
En la empresa de tipo fordista existía, explica Supiot, «una estructura
integrada y jerarquizada, que proveía de seguridad económica a sus asalariados.»
Fue el modelo que dominó los «treinta años gloriosos» que llevaron a su apogeo
al Estado social. Con la sustitución del fordismo por la Corporate governance, la empresa pasa a concebirse como «una red de
unidades de creación de valor», motivada, no por objetivos susceptibles de una medición
constatable, tales como la productividad, sino por el objetivo último de «la
maximización para cada cual de su propio interés.»
El trabajo
desaparece en esta nueva concepción de la empresa; los asalariados pasan a ser
denominados «recursos humanos» o «capital humano», y el trabajo propiamente
dicho es sustituido por la noción de «funcionamiento». Ya no existe la división
taylorista entre una minoría que diseña y una mayoría que ejecuta; la nueva
visión de la empresa está relacionada con la «programación», cibernética y por consiguiente no humana; y esta se dirige a
«optimizar las performances», es decir, en último término, los resultados
financieros, que se convierten en el metro de platino iridiado por el que se
mide la «buena gobernanza» de la empresa.
El panorama es ya
lo bastante terrorífico si nos ceñimos al mundo de la empresa y la economía;
pero, como he señalado antes, la nueva concepción ha contaminado también la esfera
de la política. Sus heraldos han sido, desde los años postreros del siglo
pasado, el Banco Mundial
y el Fondo Monetario Internacional,
que impusieron a los países en vías de desarrollo métodos de «gobernanza» en el
marco de planes de ajuste estructural y de lucha contra la pobreza. Joseph Stiglitz, que fue economista jefe del Banco
Mundial en 1997-2000, ha explicado que tales planes consistieron sin excepción
en someter las políticas de los países concernidos a los intereses de los
financieros de los países industrializados.
De ahí el término
ha saltado al vocabulario de la Unión Europea, y se utiliza abundantemente en
un contexto globalizado. Hemos cambiado nuestras constituciones para dar
entrada a un principio de gobernanza no debatido por los ciudadanos que han de
soportarlo. Y esto no es más que el principio.
Porque si en la
empresa el “trabajo” se ha convertido, por arte de gobernanza, en “funcionamiento”,
en política la «democracia» desaparece también y cede su lugar a la «gestión».
El gobierno, antes, quedaba en última instancia en manos de los hombres, y tenía como límite un entramado de
leyes que era obligado obedecer. La gobernanza aparece, en cambio, como el
último avatar del Leviatán
de Hobbes: una máquina de gobernar todopoderosa,
inhumana, regida no por leyes sino por programas informáticos que garantizan su
retroalimentación y, en consecuencia, su funcionamiento durante un tiempo
indefinido. Durante una eternidad, para decirlo en breve.
Cuando Julio Anguita planteaba su famosa trilogía «programa,
programa y programa», no podía imaginar que ahora el propósito del mundo de los
negocios y de la oligarquía financiera consiste precisamente en poner a punto una
programación completa de la sociedad, sustraída a la voluntad de la mayoría de
los ciudadanos. Los ciudadanos, como los trabajadores, no pintan nada en los
entresijos de la gobernanza.