jueves, 29 de octubre de 2015

EL AVATAR DE LA GOBERNANZA


En un libro de aparición reciente, La gouvernance par les nombres (Fayard 2015), Alain Supiot, catedrático de “Estado social y mundialización” en el Collège de France, desvela las características de la nueva racionalidad que preside la actuación de los gobiernos y las instituciones económicas en el área del capitalismo occidental. Hemos pasado del gobierno a la gobernanza, afirma, y rastrea la fortuna creciente de la expresión, desde sus orígenes (franceses, pero adoptados por la pragmática escuela anglosajona de los negocios con un sentido sutilmente diferente), hasta su consagración en el vocabulario mundializado (globalizado, si se prefiere) con el documento, emitido por la OCDE, Principles of Corporate Governance (1998), y su réplica en una comunicación de la Comisión Europea al Parlamento, titulada Modernising Company Law and Enhancing Corporate Governance in the European Union (2003).
El término “gobernanza” equivale al principio a “buena gestión de la empresa”, según unas pautas que era preciso redefinir en un período caracterizado por grandes mutaciones en el modo de producir bienes y servicios; poco a poco, sin embargo, el vocablo amplió su significado propiamente económico y vino a contaminar el universo de la política.
No es el primer caso, ya sucedió otro tanto con el taylorismo: el modo de organizar y de regir el mundo de la empresa tiende a extenderse sin remedio a la forma de concebir el resto de estructuras sociales. El gobernante se asimila al gerente de una compañía, y las estructuras de gobierno a una gran sociedad anónima atenta a gestionar los beneficios que va a repartir entre los accionistas al final de cada ejercicio.
Los humanos funcionamos así, por metáforas. Pero, como ya advirtió Pablo Neruda a su cartero, las metáforas no son inocuas. El paso paulatino del gobierno a la gobernanza en la política ha conllevado, de la misma forma que en la empresa, mutaciones de un orden descomunal.
Vayamos por partes. En la empresa de tipo fordista existía, explica Supiot, «una estructura integrada y jerarquizada, que proveía de seguridad económica a sus asalariados.» Fue el modelo que dominó los «treinta años gloriosos» que llevaron a su apogeo al Estado social. Con la sustitución del fordismo por la Corporate governance, la empresa pasa a concebirse como «una red de unidades de creación de valor», motivada, no por objetivos susceptibles de una medición constatable, tales como la productividad, sino por el objetivo último de «la maximización para cada cual de su propio interés.»
El trabajo desaparece en esta nueva concepción de la empresa; los asalariados pasan a ser denominados «recursos humanos» o «capital humano», y el trabajo propiamente dicho es sustituido por la noción de «funcionamiento». Ya no existe la división taylorista entre una minoría que diseña y una mayoría que ejecuta; la nueva visión de la empresa está relacionada con la «programación», cibernética y por consiguiente no humana; y esta se dirige a «optimizar las performances», es decir, en último término, los resultados financieros, que se convierten en el metro de platino iridiado por el que se mide la «buena gobernanza» de la empresa.
El panorama es ya lo bastante terrorífico si nos ceñimos al mundo de la empresa y la economía; pero, como he señalado antes, la nueva concepción ha contaminado también la esfera de la política. Sus heraldos han sido, desde los años postreros del siglo pasado, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que impusieron a los países en vías de desarrollo métodos de «gobernanza» en el marco de planes de ajuste estructural y de lucha contra la pobreza. Joseph Stiglitz, que fue economista jefe del Banco Mundial en 1997-2000, ha explicado que tales planes consistieron sin excepción en someter las políticas de los países concernidos a los intereses de los financieros de los países industrializados.
De ahí el término ha saltado al vocabulario de la Unión Europea, y se utiliza abundantemente en un contexto globalizado. Hemos cambiado nuestras constituciones para dar entrada a un principio de gobernanza no debatido por los ciudadanos que han de soportarlo. Y esto no es más que el principio.
Porque si en la empresa el “trabajo” se ha convertido, por arte de gobernanza, en “funcionamiento”, en política la «democracia» desaparece también y cede su lugar a la «gestión». El gobierno, antes, quedaba en última instancia en manos de los hombres, y tenía como límite un entramado de leyes que era obligado obedecer. La gobernanza aparece, en cambio, como el último avatar del Leviatán de Hobbes: una máquina de gobernar todopoderosa, inhumana, regida no por leyes sino por programas informáticos que garantizan su retroalimentación y, en consecuencia, su funcionamiento durante un tiempo indefinido. Durante una eternidad, para decirlo en breve.
Cuando Julio Anguita planteaba su famosa trilogía «programa, programa y programa», no podía imaginar que ahora el propósito del mundo de los negocios y de la oligarquía financiera consiste precisamente en poner a punto una programación completa de la sociedad, sustraída a la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Los ciudadanos, como los trabajadores, no pintan nada en los entresijos de la gobernanza.