El candidato del
PSOE al gobierno de la nación, Pedro Sánchez, ha rectificado su anterior
promesa de derogar la reforma laboral vigente. Es una mala noticia. Sánchez ha
alegado que los tribunales ya están dando buena cuenta de muchos de los
extremos más bochornosos de la mentada reforma. No es cierto. La justicia se
mueve despacio, las sentencias llegan con cuentagotas y los poderosos tienden a
incumplirlas. Y junto a sentencias positivas, también las hay que convalidan
los abusos y las malas prácticas de las empresas, y arrojan a las personas a un
paro cuyo porcentaje subsidiado se está reduciendo punto a punto. Fiar el
funcionamiento de lo que suele llamarse el “mercado” de trabajo a la acción de
los tribunales, cuya función es precisamente la de aplicar con prudencia las mismas
leyes que no se considera preciso derogar, es hacer un pan como unas hostias.
Ya tenemos judicializada la vida política, gracias a la impagable gestión de
nuestro conducator Mariano Rajoy. Solo falta ahora judicializar también la vida
laboral.
Más cierto es que
los últimos sondeos de opinión indican que la gran batalla electoral del 20D se
ganará o se perderá en los caladeros de las sufridas clases medias. Se percibe
un movimiento marcado en los líderes de las diferentes marcas, en dirección a
esos estratos de la población. Tienden a colocar la seguridad y la estabilidad
en primer plano, en la oferta electoral, y dejan en cambio las hasta hace poco
tan publicitadas reformas de calado en un plano subalterno, “del salón en el ángulo
oscuro”. Una actitud que no deja de tener su lógica: lo que se deja en un plano
subalterno son, al fin y al cabo, las necesidades de las clases subalternas.
Así no vamos a
ninguna parte. El problema ya no es desplazar al dinosaurio popular de su
poltrona (y costará lo indecible); el problema es qué hacer a continuación. Encuentro
este apunte en un artículo de Josep Ramoneda: «El
mismo jueves participé en París en una reunión en la que se debatió el eclipse
de la política. Falta relato, se echan de menos políticos capaces de imaginar,
de dar cuerpo a cosas que no existen todavía, pero que son deseables y si la
gente las cree posibles se puedan conseguir. En tiempos de claudicación de la
política, en todas partes suena esta misma canción. Si la política ha perdido
la capacidad de relato, ¿quién va a asumir esta tarea? ¿Hay que dejarla a la
capacidad normativa del dinero?»
Todos los candidatos a las próximas
elecciones generales coinciden, de partida, en advertir de que los márgenes de
la política son muy estrechos. Se lo he oído decir a Sánchez, a Rivera, a
Iglesias, a Garzón. Muy bien, tomamos nota. Pero la virtud en política no
consiste en acomodarse a la estrechez, sino en dar mayor amplitud a unos
márgenes insuficientes. Porque la pura gestión de lo existente, sin el “relato”
de un proyecto de futuro que le dé aire y respiro, lo único que hace es perpetuar
la “capacidad normativa del dinero”. Y esa estrategia es perdedora, como se
viene demostrando día a día, año a año, desde la quiebra de Lehman Brothers en
2008.