El profesor Javier Pérez Royo tiene probablemente razón al señalar,
en una importante entrevista en el diario Público (1), que nuestra amada Constitución de
1978 es irreformable, que se ha convertido en un artefacto inútil para la
convivencia, y que lo mejor sería proceder a su voladura controlada, antes de
que haga implosión, con las angustiosas secuelas de desgobierno y de
confrontación que ya estamos experimentando los catalanes.
Voladura controlada
quiere decir, no la reforma imposible que apuntan algunos, sino la apertura de
un nuevo proceso constituyente. Algo que asusta a muchos, y más que a nadie al
partido apostólico que nos gobierna con diligente tutela. El statu quo tiene
toda la fuerza maldita de la inercia, y quien saca de él réditos pingües es
lógico que pretenda prolongarlo al menos mil años más.
Pero es lo que hay.
Dado que he empezado este post diciendo barbaridades inconcebibles, no tengo
empacho en seguir por el mismo camino. Ayer hablé de que el choque de trenes
entre Catalunya y el Estado se ha producido ya. No me refería al 27S, ni al 9N,
ni a la citación de Mas a declarar. El choque de trenes se produjo en 2010, con
la sentencia del Tribunal Constitucional que derogaba parcialmente el Estatut
votado en Cortes, refrendado por el voto mayoritario de los catalanes y
recurrido con el apoyo de numerosas firmas por el Partido Popular. Ahí se
quebró la convivencia entre españoles; la Constitución, forzada por una manipulación
de carácter partidista y torticero, entró en vía muerta; el poder judicial se
apeó de su condición de garante del respeto a los procedimientos establecidos, y
se abrió para todos (no solo para los catalanes) la caja de los truenos.
Convendría que
todos repasáramos “El espíritu de las leyes”, del señor barón de Montesquieu. Que tomáramos nota de que la ley no baja
de arriba como un Deus ex machina
dispuesto por los inmortales para remediar los desórdenes de los humanos, ni
debe ser acatada en el silencio sobrecogido y en el temor. La ley es un invento
humano, no divino; laico, no sagrado; perecedero, no eterno. La ley suprema no
es el alma de la nación, y la propia alma de la nación es algo siempre mudable,
efímero, discutible. Discutible sobre todo, en el sentido de que en todo
momento debe poderse discutir su sustancia entre todos/as los ciudadanos/as implicados.
Responde a mayorías circunstanciales, a propósitos bienintencionados pero casi
siempre cortoplacistas, a proyectos de futuro que el tiempo se encargará de
confirmar o de arrumbar. El alma de la nación actual tiene una fecha de
caducidad no escrita, como todo lo que transita por este bajo mundo. Aferrarse
a ella, a la letra muerta de la ley periclitada, significa abocarse sin remedio
al desmentido de la realidad.
En esta situación
estamos. Algunos piensan aún que se trata de un problema solo de los catalanes,
pero si fuera así, seríamos los catalanes en exclusiva los destinados a arreglarlo.
Convengamos en que no es así. Convengamos también en que la solución no puede
llegar de una mayor rigidez que nos obligue a los catalanes a pasar por el aro.
Se insiste demasiado en que no debe haber ningún privilegio para los catalanes,
pero no se está pidiendo un parche en el sistema actual para favorecer a un
grupo, sino un concepto diferente de partida. Lo tristemente cierto es que todo
nuestro sistema está trufado de privilegios, de derechos restringidos, de
desigualdades mayores y menores, de abusos minúsculos e inmensos. Este sistema bipartidista,
diseñado en los meandros de una transición complicada y ensangrentada desde el
fascismo hacia la democracia, ya no sirve a la ciudadanía. Solo (disculpen que
mencione la bicha), solo a la “casta”. Refundémoslo, en paz y libertad, en
beneficio de los catalanes y de los que no lo son. De todos.