No es posible
entender lo que está ocurriendo en Catalunya sin cotejarlo con la situación
política en el resto del Estado. El órdago independentista del Parlament es una
insensatez que se encuentra en profunda sintonía con el desgobierno que emana del
extraño gabinete friqui de Mariano Rajoy; la declaración solemne de
desobediencia catalana a las leyes españolas se corresponde con la incoherencia
venenosa de la frenética actividad legislativa del rodillo parlamentario popular.
Como dos espejos colocados en paralelo, los dos poderes nos muestran una misma imagen
invertida y repetida hasta el infinito. Son tal para cual.
Ya conocen ustedes
mi interpretación de la situación: ha habido un choque de trenes y un descarrilamiento
catastrófico. Hay víctimas, pero muchas de ellas aún no han sido identificadas.
Entre ellas es muy posible que se encuentren el partido hasta ahora de
referencia en Catalunya, CDC, y su capitán de industria, Artur Mas. A este
último se le está intentando rescatar de entre los hierros retorcidos del
convoy siniestrado. La operación de rescate tiene visos de muy delicada.
Mariano Rajoy no ha
quedado en condiciones mucho mejores, después del topetazo. Anda buscando un
balón de oxígeno, en su ansia por sobrevivir o, al menos, salvar los muebles.
Con cansina monotonía nos explica una y otra vez cómo libró él solo a España
del rescate bancario, y cómo los números nos sitúan hoy en cabeza del
desarrollo y la prosperidad europea.
Pero los números no
avalan esa realidad. La deuda se ha disparado, el consumo se retrae, las cifras
sobre mejoría del desempleo no resisten el análisis, y estamos en la cola de
Europa en unos cuantos índices de desarrollo humano. Es una tendencia bien
documentada y analizada la propensión de los políticos a no actuar sobre la
realidad, sino sobre los datos estadísticos; a preferir, por decirlo de alguna
manera, el recurso al plano en lugar del recorrido sobre el terreno. Pero lo
que resulta inédito, y además chusco, es falsificar el plano para certificar
que estamos avanzando cuando en realidad no nos hemos movido. El gozoso asombro
de Mariano al aplaudirse a sí mismo, en esas entrevistas recientes, por lo bien que lo ha hecho, deriva quizá de que se cree sus
propias mentiras. De ser así, eso daría, mejor que ningún otro instrumento de
medición, la talla del personaje.
No es el único, con
todo, en engañarse sobre los números. Ahí tenemos al Parlament de Catalunya y a
su gobierno en funciones, operando sobre un consenso del 47% como si se tratara
de un 67. Reclaman al gobierno central respeto a una mayoría que no existe;
exigen la aplicación de reglas democráticas que no son aplicables a la posición
en la que se encuentran. En una situación de impasse en la que deberían
predominar la humildad, la rectificación y la primacía de la negociación, no se
les ocurre mejor estrategia que la fuga hacia adelante.
Una cuestión colateral
a la anterior y de orden menor, pero dolorosa para mí porque les he votado, es
la de Catalunya Sí Que Es Pot. En la constitución de la mesa del Parlament,
cinco de sus miembros electos votaron a favor y seis en contra. De nuevo
aparecen los números, y de nuevo no cuadran. La explicación que ha dado el
portavoz de la formación no es digna de Joan Coscubiela. Y la perspectiva de
una candidatura de revoltillo a las elecciones generales, basada en el tirón
electoral que pueda tener en ese contexto Ada Colau y encabezada de nuevo por
un nombre semidesconocido, sin garantías por la imposibilidad de relacionarlo
con una trayectoria y una práctica decantada dentro de la correlación de
fuerzas catalanas, me parece un signo más del descarrilamiento de la realidad y
de la dificultad de reagrupar de forma eficaz a los restos desbaratados de lo
que pudo haber sido una opción de progreso.