Leo uno a continuación
de otro el artículo del profesor Aparicio Tovar
en defensa de los servicios públicos y el de Quim González
sobre la capacidad de innovación del sindicalismo, y me parecen encajar y complementarse
a la perfección. (El lector que no los conozca puede encontrarlos con facilidad
en el diario digital Nueva
Tribuna.)
El punto de partida
del trayecto está para los dos en aquellas palabras de Margaret
Thatcher que fueron el clarinazo que anunció el desmantelamiento del
Estado social, en los años ochenta: “Yo no veo sociedad, veo solo individuos.”
El punto de llegada, en algo implícito en las afirmaciones de Quim: la sociedad
sí existe, más allá de los individuos. Para ser precisos, la sociedad es ese conjunto amplio de individuos visibles
incluso para gente como la Thatcher, y además organizados en defensa de sus
intereses comunes.
La organización representa
un plus importante; cambia en alguna medida la naturaleza misma del colectivo. Porque
los intereses de los individuos aislados son mezquinos, tienen un radio muy
corto; y en cambio, la actividad social amplía su horizonte y les permite alimentar
mayores ambiciones, acariciar objetivos más complejos y sobre todo más
satisfactorios.
En el ámbito de la
defensa de lo común, tal como explica Aparicio; en ese repliegue fundamental del
sentimiento colectivo, es donde actúa el sindicalismo. Lo hará mejor o peor,
con mayor o menor fortuna, pero ese es en todo caso su terreno, y esa es su
práctica cotidiana. ¿Quién es el sindicalista? Esa persona gracias a la cual
libras los fines de semana. Lo explica Quim, y en el fondo es así de sencillo.
Puesto que la
sociedad cambia, el sindicalismo no puede permanecer inmóvil. La innovación
está en su código genético. Ocurre que las organizaciones arrastran siempre una
dosis de inercia considerable. Los tiempos de reacción son mucho más largos
para una central sindical, pongamos por caso, que para los individuos que la
componen, considerados aisladamente. Vaya lo uno por lo otro: a mayor masa,
mayor lentitud de maniobra. Conviene armarse de paciencia, fijar la vista en
los objetivos últimos y marcar bien las formas y los tiempos para la ejecución
de las maniobras necesarias. Avanzar colectivamente tiene esas pejigueras.
En el II Congreso “Trabajo, Economía y
Sociedad” que acaban de celebrar las CCOO bajo el patrocinio de la Fundación Primero de Mayo,
se ha constatado la necesidad de globalizar el sindicalismo, en respuesta a los
retos mortales que plantea un capitalismo financiero ya sobradamente globalizado.
Más que “globalizar”, yo diría que se trata de añadir una dimensión nueva, la
global, a una práctica demasiado encastillada aún en los parámetros del Estado-nación.
No creo que el objetivo sea, entonces, ceder a la CES una parte de la “soberanía”
que ostentan las centrales nacionales, sino más bien dotar a la dimensión
europea de medios, instrumentos, capacidades y atribuciones que en este momento,
o no existen, o se encuentran en una condición mostrenca porque nadie las
utiliza ni las reclama como suyas.
Ahora bien, la innovación
propuesta, para funcionar de la forma adecuada, habrá de impregnar todos los
escalones y todo el amplio recorrido de cada una de las organizaciones
sindicales implicadas. La cosa no se reducirá tampoco a crear una secretaría o
una sección nueva en el seno del viejo aparato. La globalización habrá de estar
presente en la actividad diaria y en la forma de organizarse el sindicato en
todos los niveles, a partir del mismísimo ecocentro de trabajo.