No todo va a ser
política. Esta mañana Carmen y yo hemos entrado en el Museu Marès para ver la exposición temporal
sobre el escultor Aristide Maillol y en
particular sobre el viaje que hizo a Grecia en 1908 en busca de inspiración
para su trabajo.
La exposición incluye
una docena larga de esculturas de pequeño formato, la mayoría desnudos
femeninos – torsos, danzantes, “bañistas” –, más fotografías del viaje,
cuadernos de apuntes, esbozos de figuras al lápiz o al carboncillo, y un
documental francés sobre la vida del artista, a los 83 años, en su casa de
Banyuls, en el lado de allá de la frontera entre Francia y Catalunya, a dos pasos
apenas del Pertús.
La muestra es
reducida, pero muy interesante. Algunos fallos menores: Eleusis y Dafni están
mal colocadas en el mapa; el kourós
de Olimpia que tanto impresionó a Maillol y a Hoffmansthal, su compañero de
viaje, ha sido traducido al catalán como “curós”, el cuidadoso. Y en el documental,
el consabido tributo a la eminencia suprema del gran artista lleva a los autores a aislarlo
de su entorno inmediato: Maillol trabaja en su taller, relee a Virgilio,
descansa a mediodía en su terraza, pasea al atardecer, pero todo ello en un “espléndido
aislamiento”. Nadie le prepara la cama, ni le sirve a la mesa, ni barre el
estudio, ni se sienta a su lado a atisbar los perfiles del cap de Creus desde
la altura. Maillol trabaja en la figura de una mujer, pero no aparecen mujeres
al lado de Maillol.
En lo que se refiere
a esas figuras modeladas de pechos suaves, nalgas rotundas, caderas anchas y
vientres redondeados, Maillol declara haber seguido un canon rigurosamente
particular. Se fotografió junto al Doríforo de Policleto y junto al Hermes de
Praxíteles, pero rechazó la posibilidad de existencia de un canon universal
para las proporciones. Cada cual sigue el suyo propio, vino a decir.
«¿Podríamos hablar tal vez de un canon mediterráneo?», le preguntan sus interlocutores
en el documental, y él se encoge de hombros: «Si me preocupara por esas cosas,
no me habría dedicado a esculpir.»
A mí me gusta mucho
ese canon mediterráneo inexistente, la proporción siempre improvisada pero constante
de las figuras de Maillol. Aborrezco en cambio a Dominico
el Greco: la tensión forzada, el estiramiento de los miembros, la
lividez de la carne descarnada, la textura gelatinosa e intestinal de los
cielos, el extravío de las miradas que intentan sugerir elevación pero revelan
simple locura. Entiendo, por desgracia, pero no comparto en absoluto el
predicamento que ha tenido en el arte español ese epígono menor del Tintoretto.
Felipe II debe cargar en mi opinión con muchas culpas ante la Historia, pero no
con la de haber rechazado el tremendo bodrio del martirio de San Mauricio y la Legión
Tebana. Esa es mi opinión personal, en todo caso.
También prefiero a Mozart frente a Beethoven,
la proporción frente a la desmesura, la sensibilidad humana frente al desafío
prometeico. Es mi canon particular, y así lo reivindico; nadie intente
imponerme otro bajo pretexto de universalidad.
En su taller, el Maillol
filmado del documental trabaja, a menos de un año de su muerte, en un último chef d’oeuvre: una escultura de bulto
redondo que representa a una muchacha desnuda en tamaño natural, la mirada
limpia dirigida al frente, en una posición graciosa, una pierna flexionada, la
pelvis ligeramente ladeada. «¿Cuál será su título?», le pregunta el
documentalista. Y el maestro responde:
«Armonía.»