Manuel Fraijó, en
un artículo en El País, comenta el caso de una comisión de teólogos que,
reinando en España Felipe IV, rechazó un plan para canalizar los ríos Tajo y
Manzanares con el argumento de que, de haber querido tal cosa Dios todopoderoso,
la habría hecho por Sí mismo. No siendo así, no correspondía a los hombres
enmendar la obra divina.
Hoy, mucho más
acostumbrados a la tolerancia divina para con las injerencias humanas en Su Obra,
incluidas las aberraciones que están dando lugar al cambio climático, ese punto
de vista nos parece pura superstición. Hay rastros de pensamiento supersticioso
tradicional con muchos siglos de pedigrí; por ejemplo, en la cuestión de los
puentes. Multitud de puentes medievales repartidos por toda Europa siguen
siendo llamados “del Diablo”, y los romanos antiguos dieron el título de pontifex, constructor de puentes, a una
de sus más altas magistraturas político-religiosas. Por cierto que el nombre de
pontífice, desligado de su función concreta, ha perdurado hasta nuestros días.
En una obra de
tradición popular representada el año pasado en Barcelona por un grupo chipriota
de teatro, danza y música coral, seguí la narración de la construcción de un
puente en la que el diablo derrumbaba por la noche lo que se había levantado
durante el día. Para superar la maldición, los “expertos” señalaron como
solución la ofrenda a Dios de un sacrificio humano: el de la esposa del
constructor o “pontifex”. La mujer fue bajada hasta los cimientos de la obra.
Antes de ser sepultada allí, maldijo a todos cuantos pasaran por el puente en
el futuro; pero sus convecinos la convencieron de que no lo hiciera. ¿Maldeciría
acaso a su mismo hermano, que de vuelta de la guerra habría de pasar por ese
mismo lugar para volver a su pueblo a casarse? Al final la mujer se resigna a morir
en aras del progreso y el bien del común.
Quizás ese mismo
rasgo supersticioso (el desafío a la obra divina) subyace en una leyenda sobre
Martín de Aldehuela, el arquitecto que acabó la construcción del Puente Nuevo
de Ronda sobre el tajo del río Guadalevín. Aldehuela murió de enfermedad, en su
cama, en Málaga en 1802, pero sigue en pie una leyenda según la cual se despeñó
desde lo alto del puente el día mismo en el que concluían los trabajos.
Dios existe o no,
pero en cualquier caso Su Obra, el mundo, despierta sentimientos encontrados. A
unos les agrada el orden admirable que perciben en el mundo, e insisten en no
tocarlo por ninguna razón; a otros, muy al contrario, les desagrada el desorden
aborrecible del mundo, e insisten en rectificarlo como sea. La Ley, ese invento
genuinamente humano, ha sido tradicionalmente considerada como emanación de la
autoridad divina, y guardada en el santuario de las cosas sagradas. La Ley
consagra un Orden, y ese orden es considerado por los propietarios como algo “natural”
y digno de preservación, y por los desposeídos como una extorsión insufrible.
En la época de mayor florecimiento de la disciplina jurídica bautizada como
Derecho Natural, la institución de la esclavitud no era percibida como
contradictoria a la armonía de las esferas. Dos siglos más tarde, sí. Galileo
fue condenado como hereje por sus teorías sobre el orden cósmico, y
reivindicado dos siglos más tarde.
Hoy el orden que se
pretende imponer es el derecho de los ricos a ser más ricos, y la imposibilidad
de mejorar la vida de quienes no lo son. No hay una teología detrás de ese
intento de conformar la vida a una horma férrea; sí hay una ideología, y una
hegemonía cultural incipiente que amenaza con instalarla de forma duradera.
¿Habrá que esperar dos siglos, también, para rebatirla?