Ha aparecido el número 4 de "Perspectiva", revista teórica de la Comissió Obrera Nacional de Catalunya. El número está dedicado a la crisis, la cultura y las políticas públicas. El texto siguiente ha sido mi aportación personal al tema. El lector encontrará muchas otras reflexiones de interés en http://perspectiva.ccoo.cat/
1. Trabajo, cultura y libertad
Cuando vivíamos en
este país sometidos a la dictadura de Franco, y un telón de acero separaba el
llamado “mundo libre” del llamado “socialismo real”, el Partido Comunista de
España difundió en un manifiesto-programa la propuesta de una alianza
estratégica de las «fuerzas del trabajo y de la cultura». Nada más oportuno. En
el imaginario de las fuerzas de progreso, trabajo y cultura siempre han estado
unidos de forma indisoluble, siempre han caminado en la misma dirección.
No se trata de un
hecho evidente, sin embargo. Hay una corriente de fondo conservadora, que
arranca de la Roma del imperio y seguramente tiene raíces incluso más antiguas,
según la cual el trabajo embrutece y la cultura redime. Para esta forma de
pensar, la cultura nace del ocio, es una especie de lujo añadido a vidas
humanas liberadas de la servidumbre del trabajo. Así se acuñó como ideal de
vida el ocio “inteligente”, otium cum
dignitate.
Cuando desde una
perspectiva de izquierda hablamos de cultura, no pensamos en un entretenimiento
ocioso sino en una forma de conocimiento superior, el poso fértil depositado
por el trabajo incesante de muchas generaciones: la ciencia, la comprensión del
mundo, las técnicas para transformarlo.
En ese sentido,
trabajo y cultura son dos conceptos que se complementan y se necesitan
recíprocamente: no hay cultura sin trabajo, no hay trabajo sin cultura. La
coincidencia de los dos representa un ideal de vida. Un hermoso texto de Karl
Marx describe lo que sería una sociedad sin propiedad privada, ni clases sociales,
ni Estado, en la que el trabajo no iría ligado a una especialidad ni a un
salario, y la cultura no respondería a una ideología de dominación: «Cualquiera puede realizarse en una rama que
él desea, la sociedad regula la producción general y en consecuencia hace
posible para mí hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la madrugada, pescar
en la tarde, criar ganado al anochecer, hacer teoría crítica tras la cena,
exactamente como mi mente decida, sin llegar a ser nunca cazador, marinero,
pastor o crítico.»
Llamémoslo utopía,
pero no lo descartemos de entrada. Lo que se describe en ese texto es un
vértice, un punto en el cual coinciden y se armonizan trabajo, cultura y
libertad, de modo que la humanidad se reencuentra y se reconcilia consigo misma
en la plenitud de sus potencialidades, sin servidumbre de ningún tipo, sin
explotación.
2. Reivindicación de la cultura
Lo cierto, de
regreso ya de la utopía, es que el mundo del trabajo y el de la cultura han
vivido un largo proceso de extrañamiento en las sociedades tecnológicamente
avanzadas. Buena parte de culpa la tuvo el ingeniero F. W. Taylor (1856-1915),
cuya propuesta de una “organización científica del trabajo” hizo fortuna hasta
el punto de ser considerada, tanto desde la derecha como desde la izquierda,
como un planteamiento “objetivo” y “neutral” superador de los conflictos en el
terreno de las relaciones laborales.
El punto de partida
de Taylor fue la superación de la falta de eficiencia que observaba en la
organización del trabajo en la fábrica: herramientas inadecuadas o mala utilización
de las mismas, tiempos muertos, mala sincronización de tareas, etc. Para
remediar estos defectos, propuso la realización de estudios científicos de las
máquinas, los métodos y los tiempos. En el nuevo esquema, el obrero debía
adaptarse a las indicaciones de los técnicos responsables, pero también algo
más: desaprender lo que su experiencia le había enseñado, por estar dicha
experiencia viciada de origen. El cerebro del obrero tenía que ser una “tabla
rasa” que retuviera únicamente los métodos inculcados por el estamento técnico
para mejorar la producción. Las preocupaciones de otro tipo (familiares,
religiosas, culturales, políticas) eran solo estorbos para el buen funcionamiento
del sistema. Taylor sostuvo que un obrero manual nunca alcanzaría la eficacia
que era capaz de desplegar un mono amaestrado.
Probablemente nunca
se llegó en ninguna fábrica del mundo al extremo imaginado por el ingeniero. Se
trata de otra utopía, simétrica y contradictoria a la formulada por Marx: un
trabajo abstracto, absolutamente deshumanizado. Pero el enorme impulso dado por
el maquinismo a la producción masiva de bienes colocó sus teorías en un
pedestal del que difícilmente podía apeárselas. Más riqueza, susceptible de una
distribución mejor, y por tanto de mejores salarios. En la recién nacida Unión
Soviética, un Lenin preocupado por el atraso tecnológico del país creyó
adecuado implantar las concepciones de Taylor como motor de una
industrialización acelerada, y sustituyó el “cerebro vacío” del obrero
taylorista por una construcción ideológica basada en el sacrificio personal en
aras de un bien colectivo, con gratificación aplazada hasta un porvenir
radiante.
Pero el mal es el
mismo en los dos contextos: el trabajador es “vaciado” de sus saberes y extrañado
de su trabajo hasta el punto de perder, en cierto modo, su condición humana: es
un ser demediado, un mecanismo engranado en una rutina productiva organizada al
milímetro y al segundo. Su vida laboral ha dejado de pertenecerle. Solo puede considerar
vida propia la que se desarrolla fuera del puesto de trabajo.
Bruno Trentin, que
fue secretario general de la FIOM y de la CGIL italianas, ha sido seguramente
el crítico más consecuente y tenaz, en nuestros días, de ese desgarramiento
íntimo entre el mundo del trabajo y de la cultura, entre la vida laboral y la
vida personal. En un libro fundamental para otear las perspectivas de nuestro
tiempo, La ciudad del trabajo (hay
traducción castellana de José Luis López Bulla que puede consultarse on line o bien en papel, en edición de
la Fundación Primero de Mayo), Trentin reivindica con fuerza la reinserción de
la cultura en el pluriverso del trabajo, y, en paralelo, la necesidad de la extensión
de la democracia a todo el sistema de las relaciones laborales, en el que rige
hasta el momento de forma indiscutida el principio de la subordinación.
Hay una oportunidad,
sostiene Trentin, de cambiar para mejor la condición trabajadora con la
sustitución del modelo fabril fordista por un nuevo paradigma productivo basado
en las nuevas y potentes tecnologías de la información y las comunicaciones. La
conexión entre cultura y trabajo no es hoy un resultado deseable pero
prescindible en último término, sino una exigencia creciente en un contexto que
reclama del trabajador mayor criterio, más iniciativa, y más flexibilidad y
polivalencia. Sin embargo, la respuesta que se está dando desde los estamentos
empresariales no va por ese camino, sino por el de acentuar la taylorización
también de los técnicos a medida que continúa el desguace de la fábrica
fordista.
3. Qué cultura
¿A qué cultura en
el trabajo se está refiriendo Trentin? No a la erudición, ni a una cultura de
salón, sino a la conciencia por parte del trabajador de lo que está haciendo,
de la finalidad última de su actividad, de las correlaciones y repercusiones
que tiene, y en definitiva del lugar y la dignidad que le corresponden en el
mundo. Cultura en primer lugar como conocimiento y como técnica; pero no solo
eso, porque el hombre es poliédrico y no unidimensional, y por tanto ha de
desarrollarse en direcciones diversas. Una iniciativa que Trentin nunca pudo
concretar fue el establecimiento por ley de un crédito de 150 horas anuales a
cada trabajador para finalidades personales de formación. No necesariamente
formación técnica; su idea era dar libertad completa para desarrollar las
propias cualidades. «Si un obrero quiere tocar el violonchelo, ¡adelante con el
violonchelo!»
Plantea Trentin como
objetivo una cultura y una educación libre y democrática, concebida para las
personas. Las diferencias con lo que se estila por estas latitudes pueden apreciarse
con facilidad en el siguiente texto del Anteproyecto de la LOCME (2012), texto que
fue finalmente suprimido sin dejar por ello de ser el norte de determinadas
políticas públicas: «La educación es el
motor que promueve la competitividad de la economía y las cotas de prosperidad
de un país; su nivel educativo determina su capacidad para competir con éxito
en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el
futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone
abrirles las puertas a trabajos de alta cualificación, lo que representa una
apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en
el mercado global.»
Elitismo, clasismo,
subordinación de las personas a las conveniencias de la macroeconomía. Las
elevadas tasas del IVA a los productos culturales, el desprecio por el pensamiento
libre y el amordazamiento de las posturas críticas completan la nefasta política cultural promovida por el
actual gobierno. La reivindicación de instrumentos que promuevan y faciliten el
florecimiento de una cultura de signo distinto, libre, democrática y crítica,
es por consiguiente indispensable para el progreso de una alternativa eficaz a
la política actual.
La cultura está hoy
en la línea del frente de batalla de la política. Parafraseando a Gabriel
Celaya, es un arma cargada de futuro.