¿Por qué se reparten
Premios Nacionales de Cultura a fenómenos culturales a los que se niega la
menor relevancia? Se hace la pregunta Raimon, al que se concede ahora un premio
nacional después de que sus repetidos recitales de despedida en el Palau de la
Música de Barcelona no hayan conseguido movilizar de su sesteo indiferente a
las personalidades del gobierno de un Estado que se define a sí mismo como
plurinacional. Ni Rajoy, ni Santamaría, ni Méndez Vigo consideraron la
posibilidad de incluir en sus agendas la asistencia a alguno de esos recitales.
Tampoco han sido de la partida el rey Felipe y la reina Letizia, que encarnan, en
teoría, la riqueza y la diversidad de los pueblos de España. Se ha visto a un ramillete
de personalidades oficiales en Cardiff para la final de la Champions, y en
París para Roland Garros. El Palau de la Música parece tener, en cambio, para
ellos la connotación de territorio comanche.
Qué le vamos a
hacer, no es cosa a la que se pueda poner un remedio fácil. La paradoja (se
reivindica una pluralidad y una riqueza de culturas que luego se desdeña como
superflua) me lleva a reflexionar sobre rasgos diferenciales muy llamativos,
ahora no entre dos culturas en bloque, sino entre dos poetas, a los que se
conviene en señalar como las expresiones máximas de sus respectivos cánones
culturales: Ausiàs March y Francisco de Quevedo. Debo confesar que el primero
ha sido, desde que lo descubrí precisamente a través de Raimon, uno de mis
poetas de cabecera; mientras que Quevedo, con el que llevo conviviendo algunos años
más (en mi bachillerato madrileño lo estudiábamos, en tanto que Ausiàs aparecía
citado en letra pequeña en un capítulo del libro que no entraba para examen), nunca
me ha inspirado más que una admiración meramente formal y muy distanciada.
Veamos cómo abordan
los dos el tema del binomio amor/muerte, en dos composiciones valoradas con
razón como obras literarias maestras: Veles
e vents, de un lado, y del otro el soneto Amor constante más allá de la muerte.
Ausiàs dirige su
súplica a la mujer amada, y a ella explica que teme la muerte, pero solo por
una razón: porque “amor per mort és anul·lat”
. Así las cosas, “jo só gelós del vostre escàs
voler, que jo morint no se torni en oblit” (temo que vuestro cariño, tan escaso, al morir
yo se torne en olvido). Y acaba con una queja al destino, porque siente mucho amor
pero no entiende bien su naturaleza, lo cual recaerá en su perjuicio: “Amor, de vos jo en sent més que no en sé;
de que la part pitjor me'n romandrà”.
Frente a la confesión
patente de humildad, de temor íntimo de la carne trémula, veamos ahora el
alarde. Desde el inicio hasta el final de su inmortal soneto, Quevedo jamás
habla de la amada. Su amor es metafísico; su disparatada proeza, un pulso a la
muerte. “Mas no de esotra parte en la
ribera / dejará la memoria, en donde ardía. / Nadar sabe mi llama el agua fría
/ y perder el respeto a ley severa.”
No es fácil situar
en su contexto estos versos. En la mitología, los recuerdos de las almas de los
muertos se borraban al cruzar la laguna Estigia en la barca de Caronte. Quevedo
presume de que su “llama”, la memoria ardiente de su amor, quebrantará la dura
ley impuesta por la naturaleza, y sobrevivirá al agua fría del oscuro río Leteo.
Pero mientras
farolea con jactancia, se diría que “ya” ha olvidado, antes de tiempo, la memoria
de la que recibe en teoría el homenaje, pero no consta en ninguna parte. De
modo que sospechamos que, cuando en el verso final declara el poeta que sus
restos “polvo serán, mas polvo enamorado”,
se debe sobreentender “enamorado de sí mismo”.