Como la de Madame
de Sévigné. Esta señora llevaba en París un salón en el que se daban cita tanto
las grandes personalidades de las letras, las ciencias y la política, como los
primores de la frivolidad femenina y los más prominentes rastacueros, palabra esta
última que mis sufridos lectores harán bien en buscar en el diccionario porque
cayó en desuso más o menos en la época de Maricastaña, tal vez incluso un poco
antes.
Pues bien, Madame
de Sévigné llevaba su salón, y lo de “llevar un salón” tal vez valga la pena de
buscarlo también en algún diccionario de las costumbres, porque es difícil que
hoy se entienda impromptu lo que
aquello significaba en la vida de relación de las personas selectas que formaban
parte destacada de una “buena” sociedad elitista y autosatisfecha. Para
resumirlo, era ella la que manejaba a su conveniencia las oscilaciones del
gusto, la que dictaba sentencia sin recurso posible sobre las elegancias, la
que marcaba el rumbo del buen tono.
Una señora así, y
quienes la conocieron han dejado pruebas numerosas ante la posteridad sobre su
habilidad, su cultura, su discreción, su criterio, etc., estaba en todo momento
en el centro del mainstream. Y tal
vez por eso mismo, un poco demasiado poseída de su clarividencia longuimirante,
para expresarlo de algún modo. No importa si no se me entiende; hoy me expreso
en acertijos, pero de inmediato paso a la sustancia del asunto.
Esto es que, habiéndose
producido en el salón de la madama un debate más o menos acalorado sobre el
dramaturgo de moda, ella dictó la siguiente sentencia inapelable: «Racine
pasará, como ha pasado el café.»
Lo admirable no es
su agudeza en relación con Racine, cuyas obras están, sí, en el Olimpo de las
Letras y en el canon literario, pero hoy ni se representan, ni se discuten, ni
se reeditan, ni nos dan frío ni calor (tampoco sobrevive en nuestra cotidianidad
estricta la señora de Sévigné en tanto que escritora, a pesar de seguir presente
en todas las historias de la lengua y la literatura francesa). Lo admirable es
el término de comparación que utilizó, el café, el cual, en contra de sus
previsiones, sigue hoy tan campante, formando parte diaria imprescindible de nuestras
vidas.
Sin duda Madama
apostaba fuerte por la jícara de chocolate, moda importada desde el portentoso
Nuevo Mundo que andaba en lenguas de todos; o en último término por el té
venido del oriente enigmático a animar las sobremesas de los ingleses. Quién
sabe si propugnaba para su salón el agua de cebada o los licores estomacales
de hierbas aromáticas preparados por los benedictinos.
En todo caso, la
cagó con la comparación.