martes, 20 de junio de 2017

PROFECÍAS DESCAFEINADAS


Como la de Madame de Sévigné. Esta señora llevaba en París un salón en el que se daban cita tanto las grandes personalidades de las letras, las ciencias y la política, como los primores de la frivolidad femenina y los más prominentes rastacueros, palabra esta última que mis sufridos lectores harán bien en buscar en el diccionario porque cayó en desuso más o menos en la época de Maricastaña, tal vez incluso un poco antes.
Pues bien, Madame de Sévigné llevaba su salón, y lo de “llevar un salón” tal vez valga la pena de buscarlo también en algún diccionario de las costumbres, porque es difícil que hoy se entienda impromptu lo que aquello significaba en la vida de relación de las personas selectas que formaban parte destacada de una “buena” sociedad elitista y autosatisfecha. Para resumirlo, era ella la que manejaba a su conveniencia las oscilaciones del gusto, la que dictaba sentencia sin recurso posible sobre las elegancias, la que marcaba el rumbo del buen tono.
Una señora así, y quienes la conocieron han dejado pruebas numerosas ante la posteridad sobre su habilidad, su cultura, su discreción, su criterio, etc., estaba en todo momento en el centro del mainstream. Y tal vez por eso mismo, un poco demasiado poseída de su clarividencia longuimirante, para expresarlo de algún modo. No importa si no se me entiende; hoy me expreso en acertijos, pero de inmediato paso a la sustancia del asunto.
Esto es que, habiéndose producido en el salón de la madama un debate más o menos acalorado sobre el dramaturgo de moda, ella dictó la siguiente sentencia inapelable: «Racine pasará, como ha pasado el café.»
Lo admirable no es su agudeza en relación con Racine, cuyas obras están, sí, en el Olimpo de las Letras y en el canon literario, pero hoy ni se representan, ni se discuten, ni se reeditan, ni nos dan frío ni calor (tampoco sobrevive en nuestra cotidianidad estricta la señora de Sévigné en tanto que escritora, a pesar de seguir presente en todas las historias de la lengua y la literatura francesa). Lo admirable es el término de comparación que utilizó, el café, el cual, en contra de sus previsiones, sigue hoy tan campante, formando parte diaria imprescindible de nuestras vidas.
Sin duda Madama apostaba fuerte por la jícara de chocolate, moda importada desde el portentoso Nuevo Mundo que andaba en lenguas de todos; o en último término por el té venido del oriente enigmático a animar las sobremesas de los ingleses. Quién sabe si propugnaba para su salón el agua de cebada o los licores estomacales de hierbas aromáticas preparados por los benedictinos.
En todo caso, la cagó con la comparación.